Primer Lugar Nacional Concurso "Historias de Nuestra Tierra": El pan nuestro de cada día.



La Rosa estaba amasando. El pan requería de toda su atención, pero ese día, mientras el gallo cantaba, sentía que su mente estaba en otra cosa. Comprobó la temperatura de la paila con manteca y la vertió en medio de la harina. Una pequeña nube de vapor se irguió sobre la blancura esparciendo el olor húmedo de la levadura germinando.

Afuera, la mañana clareaba en tonos azules, tristes como la sombra que la envolvía. Desde el cuarto de al lado se escuchaba la respiracion de su hijo y los ruidos que hacía el Lucho arreglando sus pilchas. Que se fuera luego para seguir con su vida mejor. Las manos llenas de harina le salpicaron el rostro cuanso se secó el sudor con la manga. El calor del brasero la abrigaba pero no alcanzaba a entibiarle la desazón que tenía en los huesos. Los pasos resonaron a su espalda haciendo que los músculos se le agarrotaran con cada sonido.



-Ya, Rosa. Me voy -dijo él, parado en la puerta de la casa. El umbral siempre le quedó un poco bajo y debía agacharse para entrar. Igual que para besarla pero eso ya no lo haría nunca más, ni entrar por esa puerta, cruz pa'l cielo.- No me quiero ir.

Lo miró directo a los ojos. Secos, sus ojos debían mantenerse secos. Escondió las manos en el delantal para que no viera cómo tiritaba rogando a Diosito que no le temblara la voz tampoco. La sangre gritaba "Quédate".

-Váyase -dijo y le hizo un gesto hacia la puerta. La saliva se le volvió amarga pero se obligó a tragarla.

-Pero, Rosa... -alargó la mano tratando de tocarla. A ella, eses intento le dio náuseas.

-Na' de Rosa aquí. Usté no tuvo ni un empacho en meterse con esa peuca. Pues se me manda cambiare no más -y le dio la espalda.

Ella no vio cómo la culpa apagó los ojos del Lucho que junto con bajar la cabeza, bajó los ojos. Tampoco vio la rosa que dejó en el umbral. El Cholo ladró cuando su dueño cruzó el patio lleno de pollos madrugadores.


El ruido de la puerta al cerrarse la empujó al suelo, quebrada por dentro, con un dolor en los huesos que se negaban a sostenerla. Respiró hondo; no lloraría, por Dios que no lloraría. Tragaba aire en el intento de librarse del sollozo que rugía en su alma. Aferrada a la mesa, se levantó.

La masa estaba fría, debía echarle agua de nuevo. Tomó la tetera directo del brasero y no sintió el calor de la manilla. Tampoco escuchó los pasos pequeños, cortitos, de su hijo, hasta que llegó a su lado y tiró del delantal.

-Mamita, no llore. Yo la voy a cuidar.



Y en esos ojos iguales a los del Lucho vio tantas promesas, tanto amor y lealtad que supo que saldría adelante aunque tuviera que partirse el lomo amasando.

-No estoy na' llorando, mijito. Es la humareda que me molesta no máh -La sonrisa de su hijo le devolvió algo de paz y se sintió más liviana. -Ahora lávese las manos pa' tomar desayunito que el pan ya va a estar.

Sí, la masa estaba fría. Pero lo peor ya había pasado. En una tierra de huachos quedarse sola era el pan de cada día. El canto del gallo la conectó con la vida.

La Rosa siguió amasando, el Cholo ladró otra vez y la masa se entibió con lágrimas que ella, en un acto de valentía, prefirió ignorar.




Tercer Lugar Concurso "Mi vida, mi trabajo": El Tren de las Ocho


Las duras suelas de sus botas hacían mover las piedritas al costado de los rieles que sonaban como cascabeles mientras caminaba. Juan se movía con soltura. Los largos brazos se balanceaban con la energía del que sabe lo que hace.


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El sonido de esas piedras le recordó cuando, unos años atrás, debía atravesar la línea del tren con los zapatos rotos, el frío calándole los huesos y la bolsa del hambre enrollada bajo el brazo, dispuesto a esperar horas en la fila de abastecimiento en el club social. Su hermano decía que era necesario, que la revolución valía los sacrificios, pero a él no le importaba. En esos años de sus ojos salía rabia. Y esa rabia lo alimentaba. Rabia de ver tantos rostros cansados, humillados igual que él esperando un kilo de pan o un litro de aceite. La rabia de las piedras en el suelo para cuidar el puesto mientras se iban a otra fila, igual o más larga, sin saber qué se repartía pero lo que fuera, era algo que se necesitaba. La rabia que le calentaba el cuerpo durante las horas de espera, le movía las piernas para llegar más rápido a la casa mientras su mujer cuidaba a los niños que lloraban de hambre porque no había ni leche para darles.

Levantó la linterna y los vagones comenzaron a tomar forma. Oscuros, tétricos, esas moles de madera y fierro le eran tan conocidas como su propio uniforme. Hijo de funcionario de ferrocarriles, habían ingresado a la empresa con apenas 15 años a hacer los recados. Su hermano llevaba dos años más y era ayudante de conductor. Pero Juan había hecho de todo. Desde limpiar los durmientes hasta banderillero de cruce. Quería a esas piedras, a las maderas y a los cables como si fueran una extensión de sí mismo.

La vida de Chile transcurría en esos rieles y Juan, a sus 30 años, había sido un observador atento y silencioso. Vio los vientos del cambio antes de que llegaran. Divisó al candidato eterno levantar sus banderas y fue testigo de cómo, año a año, elección tras elección fue ganando electores. Los andenes no mienten. Y también supo del inicio del fin. Vio llegar desde los campos a miles de campesinos que se instalaron en las orillas de las líneas con sus casas de cartón y pizarreño. Vio a los niños corriendo descalzos por el barro que saltaban los rieles para ir al colegio que no era otra cosa que buses acondicionados. En ese tiempo él también le creía al candidato y con su hermano votaron felices por el futuro, pero cuando el dinero solo servía para encender el brasero, cuando no había remedios para los enfermos ni pan ni arroz, ya no le creyó más.

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Al fondo de la estación, la luz de la cabina de vigilancia se difuminaba en la sombra creando la sensación de un velo en el techo de los vagones.

Y después llegaron los militares. Así como esa luz iluminaron el territorio y sacaron a los comunistas de todos los rincones del país. Ellos corrieron a las fronteras como ratas y se fueron mientras los almacenes al fin podían vender comida. Ya no faltó el pan ni la leche y Juan respiró más tranquilo. Hicieron bien los milicos; había que poner orden a la cosa porque los bolcheviques querían hacer de la patria una nueva Cuba. Eso decía el capitán Castro, ahora jefe de la estación donde trabajaba Juan y si lo decía el capitán, pues era cierto.

Era bueno el capitán. Lo primero que hizo cuando le asignaron la estación, fue mandar para la casa a todos los del sindicato. Juan, que nunca quiso meterse en esas cosas, se quedó. Su hermano Claudio, fue uno de los primeros en salir. Le pidió un poco de plata para los pasajes y en el tren de las ocho partió al sur.

—Si necesitas algo, avísame— le dijo Juan en la estación. Podían pensar distinto, pero era su hermano. Dos años habían pasado y nada se sabía de él.

—Y tú, negro, ¿quieres servir bien a tu patria o prefieres irte con tu hermano comunacho?— dijo el capitán mirándolo fijamente a los ojos. Solo quedaban 6 trabajadores puestos en fila, uno al lado del otro, e iban respondiendo a las preguntas del capitán. En la puerta de la oficina, un soldado fusil en mano escoltaba a los que, a una seña del capitán, se tenían que ir.

—Lo que yo quiero es trabajar, capitán. Lo que haga mi hermano es cosa de él— contestó Juan con voz segura.

Y comenzó a hacer carrera en ferrocarriles. Trabajó como siempre lo había hecho, obediente y callado. Si tenía que subir a las torres de alta tensión para verificar el voltaje, se ponía su cinturón y lo hacía. Si le decían que faltaban repuestos para la máquina, pues lo compraba y rendía sagradamente los vueltos. Mientras le pagaran su sueldo, no se quejaba. Ya estaba juntando platita para comprarse una renoleta y así pasear con su mujer y sus niños por el parque los domingos.

La estación estaba silenciosa. Los guardias del tren de la tarde estaban apostados  sin diligencia alguna porque nunca pasaba nada  digno de mención a esa hora. El tren llegaba con su carga, descansaba en la estación y partía temprano en la mañana para abastecer al sur. Las cajas de frutas y los sacos de harina no hacen alboroto.

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A los soldados los conocía a todos. Eran apenas unos chiquillos que hacían el servicio militar. Estaba el Lucho, que fumaba Hilton y cuando estaba de guardia, se sabía donde andaba por el humito del cigarro; el Ernesto, de mechas tiesas y ojos oscuros que siempre hablaba de su polola en el norte y de que se casaría con ella cuando terminara y el Mauri, que se creía oficial y no le alcanzaba ni para cabo. Ese estaba medio tocado porque cuando estaba de guardia se ponía a marchar de un lado para otro y por cualquier ruido apuntaba con el fusil. Decían los demás que era así porque quería ser comando y tenía que demostrar que estaba preparado. Esa noche estaba el loco Mauri y el ruido de sus botas se escuchaba incluso donde estaba Juan entre los vagones del tren.

Juan se acomodó el cinturón, afirmó la linterna con los dientes y puso las manos en la puerta para entrar, de un empujón, en el vagón abierto. De cuerpo ágil, los músculos delgados se movían sincronizadamente generando un calor bienvenido. El olor a humedad y encierro se sintió espeso en contraste con la frescura de la noche. Con la linterna en la mano comenzó a revisar el contenido de las cajas.

Una semana atrás el capitán Castro lo había llamado a su oficina.

—Mira negro— le dijo mientras soltaba el humo del cigarro, —el orden es primordial para que el país surja y cuando ese orden se quiebra, cuando los de abajo se creen superiores, todo entra en caos, el sistema cae y se rompe la institucionalidad–. Se detuvo para fumar de nuevo. Soltó el humo despacio, mirándolo subir y luego dejó el cigarro en el cenicero —Por eso tuvimos que intervenir, para poner orden. Pero no podemos hacer todo, necesitamos de los civiles con buena voluntad y amor a la patria, como tú—. Le indicó con la mano la silla de enfrente, Juan se mantuvo de pie  —Haz demostrado ser de confianza, Juan. Así que hablé con mi comandante y le informé de tus servicios. Ahora tendrás otras funciones—. Terminó diciendo con una sonrisa esperando la reacción festiva de Juan. Como ésta no llegó, agregó —Ganarás más platita y te podrás comprar la renoleta.

—Muchas gracias, capitán Castro— fue lo único que dijo Juan antes de dar la vuelta. Y una sonrisa asomó al salir de la oficina cuando se imaginó la cara de felicidad de su mujer.

Y en eso estaba, en sus nuevas funciones. Lo que tenía que hacer era revisar cada vagón de los trenes de carga e informar cualquier detalle extraño. No sabía qué era lo que esperaban que encontrara pero él revisaba e informaba. Así que empezó a mover las cajas para contarlas según el detalle que enviaron desde la estación anterior mientras se escuchaban los pasos del loco Mauri a lo lejos.

Era ya el sexto vagón y estaba un poco cansado. Los brazos le pesaban cuando se empujaba para subir pero no se quejaba. Era fácil, era tranquilo y le pagaban. No pedía más. El saco de papas estaba arrimado contra el muro del vagón y unas cajas de tomates. Se veía un poco extraño pero como estaba oscuro a veces se confundían las sombras. Dejó la linterna sobre unas cajas y tomó el saco para ordenarlo. Y el saco se quejó. 

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Juan detuvo el movimiento e iluminó el bulto. Eso no eran papas. Las papas no se movían. El corazón le explotó en un latido que lo dejó sordo a los otros ruidos pero escuchaba la voz de su hermano en su mente cuando le contaba que los militares eran asesinos, las voces susurradas de los vecinos contando sobre desaparecidos y fugados en la noche. Se le aparecieron las sirenas del toque de queda y los gritos sin explicación que se oían fuera de su casa. Él se tapaba con las mantas hasta la frente, cerraba fuerte los ojos y se concentraba en las labores del día siguiente mientras sentía temblar el cuerpo cálido de su mujer también en silencio. Con dedos temblorosos tomó el saco y lo movió. El quejido se hizo más fuerte y un sudor frío le corrió por la espalda. Miró alrededor y recordó que estaba dentro del vagón, en la estación; los pasos del loco Mauri se escuchaban como un repique.

Un instinto más grande y más antiguo lo obligó a abrir al saco y  mirar dentro. La visión le apretó el estómago. El hombre tenía el pelo negro pegoteado de sangre, la piel pálida y los labios rotos por donde apenas salía un poco de aire. Los ojos hundidos lo miraron con dolor cuando la luz le dio en la cara.

—Ayúdeme— dijo el hombre sacando las manos del saco. Tenía los dedos ennegrecidos en las puntas y marcas en las muñecas. —Ayúdeme, por favor. Tengo que llegar al sur.

—¡Pero qué hace usted aquí!— las cajas detrás de Juan crujieron cuando su cuerpo chocó con ellas.

—No, por favor, no diga nada…—El pobre cristiano hacía visibles esfuerzos por respirar —No lo molestaré.

Las manos del hombre se aferraron a las de Juan. Estaban frías como la muerte y un escalofrío subió por su brazo erizándole los vellos.

—Suélteme—  dijo Juan, espantado. El estómago se le revolvió de miedo. Se vio a si mismo enfrentando al capitán Castro, incapaz de explicarle el contacto con esa rata comunista. Pero las manos que lo sujetaban eran como garfios en su camisa y no lo soltaban. Tiró con fuerza y el brazo del hombre cayó pesado sobre sus piernas.

Estaba hecho un ovillo, seguramente entumecido por la postura forzada durante tanto tiempo. A intervalos, el rostro se le congestionaba de dolor, sobre todo cuando tomaba aire muy profundo. Algo dentro de Juan lo impulsó a justificarse.

—Tengo que cuidar mi pega ¿entiende?— una vez más la rabia habló por él — Eso les pasa a ustedes por andar alborotando. Mi capitán dice que todos ustedes son iguales, lo único que quieren es hacer la revolución.

—La revolución… ya no sirve—. Una sonrisa triste lo volvió joven de nuevo. Luego se ensombreció marcando surcos profundos en su rostro, con la mirada perdida en lugares a los que nadie más podía llegar — Nos aplastan, nos matan.

El silencio se llenó de horrores impronunciables que Juan fue incapaz de soportar.

—Yo… yo… yo tengo que informar… — dijo Juan moviéndose hacia la puerta del vagón.

—El compañero Claudio … dijo que me ayudaría—. Las rodillas de Juan se convirtieron en agua, un golpe seco en el pecho le impidió respirar —“Dile a mi hermano que lo quiero”, me dijo.

—El Claudio está en el extranjero— repitió sin creer lo que decía. Su voz sonó plana hasta para él mismo, pero lo que ese hombre insinuaba, no podía ser cierto.

—No amigo, el compañero está encerrado—. Juan lo tomó por los hombros con fuerza —Está… en Tres Álamos —. No se daba cuenta que apretaba más fuerte al hombre pero el movimiento de su cuerpo hizo que lo soltara —Él dijo que usted era buena gente y me tiró pa’l tren.

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Los pasos del loco Mauri ya estaban bajo el vagón. El hombre se encogió como pudo dentro del saco y se quedó en silencio. Juan alcanzó a mover la linterna.

—Tanto que te demorai, poh negro– dijo el loco subiendo al vagón –¿te quedaste conversando con las zanahorias?– se detuvo frente a Juan y lo miró con sospecha –¿pasa algo? Estai raro…

Seguro que el oído de comando del loco Mauri escuchaba la respiración del hombre en el saco. Juan la escuchaba como si hubiese corrido una maratón. Y los latidos de su propio corazón retumbaban en sus oídos tan fuerte que le daba un poco de vértigo.

—No me pasa nada, es que estoy cansado— dijo intentando sonar tranquilo. Si decía cualquier cosa, seguramente el loco se llevaría al hombre y la única posibilidad de saber de su hermano. Pero si no decía nada y lo pillaban, estaba frito. Se acababa la pega, la familia y la renoleta. No habría nadie que cuidara de su mujer ni de sus hijos. Él nunca había sido de decisiones precipitadas y en ese momento, la vida se decidía en un segundo. Sí, mejor le decía al loco y se terminaba la cuestión. Cada uno debe cuidar a su familia y a sí mismo; si su hermano y sus amigos comunistas no lo entendían así, era problema de ellos. Mejor hablar y todo seguiría como antes. Se enderezó y tomó la linterna.

—¿Y qué te pasó en la mano?— preguntó el soldado.

Juan se miró. Levantó la mano y vio manchas rojas en sus dedos. Era la sangre del hombre, de sus heridas, de su vida. Tenía las manos manchadas con la sangre de un hombre, literalmente.

Miró al Mauri. Las piernas separadas, las manos en el fusil y la mirada oscura, con un brillo anormal en los ojos. De pronto el peso que tenía en el pecho se hizo más liviano. La voz le salió firme al hablar.

—Puta que soy huevón, me corté con una caja; ¿tení un parche curita?– el otro negó con la cabeza —¿me podí ir a buscar uno mientras ordeno las cajas?

—¿Y te creí que me podí mandar, negro? Acá nosotros damos las órdenes– Adelantó el cuerpo y chocó con una de las cajas. Juan le sonrió y bajó los ojos al desafío. Había que andarse con cuidado con el soldado.

—Eso lo tengo claro poh Mauri, si es porque te moví más rápido que yo, no más. Además, el botiquín está en la oficina del capitán Castro y yo no puedo entrar ahí.

—Está bien— dijo luego de una pausa evaluadora, algo no le cuadraba pero como no era de muchas luces, no sabía qué pensar —pero gánate más allá para no tener que caminar tanto, mira que tengo que vigilar toda la estación. Y dejai bien ordenadas las cajas, ¿me oíste?

Los pasos se fueron alejando. Juan giró su cuerpo y en un solo movimiento, la tensión salió por su boca en una arcada que lo partió en dos. Limpiándose con la manga, todavía sudoroso, movió las cajas para dejar cubierto el saco. Antes de irse el hombre le habló.

—Gracias, compañero—. El miedo y el alivio todavía luchaban en los ojos del hombre.

—No me diga na’ compañero–. Una mano fría sobre su brazo se apretó en agradecimiento, él devolvió el apretón –Más tarde, apenas pueda, le traeré un pancito. No se baje en la siguiente estación, es San Fernando y también está vigilada. Bájese en Población, que es más chico y ahí se puede esconder en los cerros unos días.

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A la mañana siguiente el tren partió y el capitán Castro nunca se enteró del sobrecargo. Pasaron los días y encontró otro bulto. Y otro. Y otros más a lo largo de los años. Los bultos a veces llegaban muy mal; incluso hubo uno que no siguió el viaje. Tres veces estuvo a punto de que lo pillaran, pero salvó por poco. Fueron los bultos quienes le dieron cuenta de la suerte de su hermano y pese a que él no iba a regresar, Juan siguió revisando los vagones y cuidando el tránsito. Rechazó dos veces el ascenso diciendo que le gustaba trabajar de noche. Y cuando al fin llegó la democracia, se retiró. Esa tarde subió él al tren de las ocho, llegó hasta la costa y miró el mar. No había tumba donde ir a ver a su hermano o fosa donde ir a rezarle. Así que miró un rato el ir y venir de las olas mientras pequeñas gotitas de sal le salpicaban el rostro. Respiró hondo. Donde estuviera, seguro Claudio lo estaría mirando.  Levantó la cara al cielo y sonrió. “Te quiero, hermano”, dijo despacio. Había cumplido.

El extraño caso de la Virgen Voladora

La Estampa Volada

En Santiago de la Nueva Extremadura, las tardes de Octubre eran de primavera y lo sigue siendo hasta hoy. Es decir, mayormente soleadas pero con abundante viento. De hecho, es la estación en que los cielos se llenan de volantines porque las corrientes aéreas fluyen más intensas que en verano.

Pero el día 13 de Octubre de 1786, según testigos presenciales, no hubo viento. Y en la Plaza Mayor (la misma que al inicio de la vida republicana pasó a llamarse Plaza de Armas) en las graderías de la Catedral que ya había comenzado su reconstrucción por parte de Joaquín Toesca, frente al portal  de Sierra Bella que albergaba a las tiendas de comerciantes y el rincón de las ojotas, el señor Fermín Fabres vendía estampas de distintos santos, entre ellas, una de la Virgen.

Otro señor pasó por ahí y quiso comprar la imagen, pero, al momento de pasar de una mano a otra, la Virgen decidió volar por los aires. Suspendida en el cielo, la gente comenzó a reunirse para ver el milagro. Algunos se golpeaban el pecho, otros rezaban con un fervor solo conocido en los años coloniales y los más escépticos, dijeron que era una tromba de viento que mantenía a la imagen en suspensión, pero debieron callarse por respeto el fervor popular.


El Vendedor de Estampas, dibujo de Rugendas 1830

De pronto, la estampa (o la Virgen) decidió irse de la Plaza y comenzó su vuelo hacia el norte, pasó por el puente de Cal y Canto llegando al barrio de La Chimba. Allí se posó en un durazno, en el mismo sitio donde una abnegada, pobre pero buena madre, enseñaba catequismo a sus hijos.

Don José Pérez García, testigo vivencial de los hechos, lo narra de la siguiente forma:

El 13 de Octubre de 1786, a las once i media de la mañana, sin que corriese ningún viento, un suceso digno de admiración lleno de jente la plaza de la ciudad de Santiago. Estaba en ella un mercachifle vendiendo una estampa de tres cuartas de largo i dos de ancho, en la cual, entre otras imajenes que contenía, llamaba la atención la de la Snatísima Virjen María. Sin saberse cómo se le soltó de las manos y se suspendió en el aire, i, aunque a poca altura, no pideron los concurrentes echarle mano ni bajarla aunque le tiraban los ponchos. con mucha calma llegó al medio de la plaza, un poco elevada sobre una alta pila de tierra que allí había (los escombros de la casa de cabildo entonces en construcción), a la que subieron muchos creyendo alcanzarla allí. La estampa, ya de un lado, ya de otro, burlaba la dilijencia. Después de mucho rato, se subió algún tanto más, de manera que los espectadores perdieron esperanza de alcanzarla. Al fin, se fue sbiendo perpendicularmente, i se situó fija i a tanta altura, que solo se distinguia como un pajarillo con las alas abiertas, atenuándose la vista por mirarla. La ví permanecer así por más de un cuarto dem hora, al cabo del cual fue inclinando su dirección al norte. Las numerosas personas que estaban atentas al espectáculo,se movían hácia el rumbo que parecía llevar la estampa. Al cabo descendió con regular velocidad i curso vertical a tomar lugar en la cañadilla de la Chimba, en un sitio que se demarcó con una cruz, a distancia de doce cuadras de la plaza.

La imagen cayó en un árbol de la chacra de don Manuel Joaquín Valdivieso y, tal como lo señala don José Pérez García, el sitio se marcó con una cruz y se transformó en lugar de procesión. El obispo Alday, ya anciano, declaró que concedería cuarenta días de indulgencias a todos aquellos que fueran a rezarle a la imagen. Es decir, cuarenta días de perdón "temporal" por faltas cometidas, dependiendo del pecado, claro está.

La arrendataria del terreno hizo poner un palo al lado del durazno y un cartel que contaba la historia de la estampa para que estuviera visible a todo público. 

La gente enloqueció con el "milagro". Concurrían en masa a rezarle al palo y al durazno, le dajaban velas encendidas por las noches, intentaron llevárselo así que hubo de poner vigilancia al sector. Con tantas ramitas y hojas que le sacaron al pobre árbol (para hacer injertos, pociones, unguentos o simplemente para terminar con maleficios, mal de ojos y enfermedades varias) que quedó a mal traer.

Los frutos del árbol pasaron a llamarse "duraznos de la estampa" y solo comían de ellos los canónigos importantes como los priores de monasterios y conventos, y, aún así, nada más que en ocasiones especiales. Incluso hubo tráfico de duraznos y falsificaciones ya que la gente estaba empeñada a pagar lo que fuera con tal de comer los sagrados frutos.

Hasta el mismo Secretario de Gobierno, don Judas Tadeo Reyes declaró que era "prodijio sobrenatural". Con el tiempo, se erigió una iglesia en ese lugar y que, hasta el día de hoy, se llama Iglesia de la Estampa Volada. Pero la edificación de la iglesia tiene también su historia.

Recordemos que la imagen llegó hasta La Chimba en la primavera de 1786. Durante todo ese tiempo fue un lugar de procesión y encuentro de los fieles.

Puente de Cal y Canto, lugar por donde pasó la Estampa Volada

Años después, en noviembre de 1798, el ilustrísimo señor don Francisco de Borra José Marán, obispo de la Concepción de Chile, salió de la ciudad de Concepción a hacer una visita episcopal a Valdivia junto a una gran comitiva compuesta por frailes, clérigos, arrieros, un par de dragones de la frontera para custodiarlo y el cacique amigo Francisco Huentelemu. No olvidemos que para ir de Concepción a Valdivia se debía pasar la frontera de Chile y transitar por terreno mapuche.

Llevaban mercadería, ganado y dinero para comerciar en la fortaleza. En un descanso del camino, cuando ya se encontraban en medio de terreno indígena, fueron atacados por más de mil indios que habían sido avisados por Huentelemu de la travesía. Los indios se entretuvieron en el saqueo y pelea y en medio de la trifulca, el obispo logró escabullirse junto con otro sacerdote y partió hasta Tirúa, al sur de la provincia de Concepción. Desde allí intentaron seguir hasta Valdivia, pero fueron avisados desde La Imperial que los mapuches estaban alzadoso y tenían cercados todos los caminos.

Con muy mal ojo, se internaron en un bosque y quedaron rodeados de enemigos. Varios días pasaron y llegaron tribus de indios llamados "abajinos" que eran los que vivían más a la costa y con quienes tenían mejores relaciones, incluso alianzas con los españoles y chilenos. Los mapuches que estaban alzados eran los "llanistas" que vivían hacia el interior de la región.

Pues con la llegada de los abajinos la situación mejoró pero solo un poco. Los llanistas se negaron a entregar, más bien, dejar de sitiar en el bosque, a los sobrevivientes así que los abajinos idearon un plan para lograr rescatar al obispo y su séquito.

En el antiguo Butalmapu (territorio indígena sin administración española-chilena) se jugaban partidos de chueca entre tribus vecinas y rivales. La chueca o palin es el juego ancestral de los mapuche y tenía una importancia vital en el ámbito social, como preámbulo a consejos políticos, como instrucción para los más jóvenes y preparación para los guerreros. Generalmente iba precedido de rituales y cantos, pero en este caso, se usó como herramienta para dirimir el futuro de los sobrevivientes de la comitiva española.

Una partida de chueca puede durar varios días porque el equipo gana cuando es capaz de marcar cuatro puntos seguidos. Es un deporte de contacto, en los que ambos equipos se deben enfrentar posición por posición y debido a las múltiples lesiones, ya fueran por el deporte mismo o las peleas a causa de las apuestas a orilla de cancha, había sido prohibido en territorio chileno, pese a que se siguió jugando de manera clandestina en la capital del reino. Pero para el caso de Marán, estaban en medio del territorio no español y eran sus reglas, así que sacó su rosario y se puso a rezar para que los abajinos ganaran el juego.

Juego de la chueca o palin, forma en la que decidió la vida del Obispo Marán

Los llanistas ganaron la primera partida, pero los abajinos ganaron la segunda y el desempate con lo que Marán y lo que quedaba de su comitiva, pudieron volver a Concepción en diciembre de ese mismo año.

El obispo había solicitado la protección de la Virgen del Carmen para salvar su vida y pagó. En 1803, donó a la Catedral de Santiago la suma de ocho mil pesos (una pequeña fortuna) para que se dijera anualmente un novenario a la Virgen. 

En sus tiempos de Obispo de Santiago, conoció la historia de la Estampa Volada y las procesiones diarias de que era objeto. Visitó el lugar y viendo que estaba al otro lado del río, en las afueras de la ciudad, decidió erigir un templo para la Virgen del Carmen, de la cual era devoto y se sentía en deuda.

Se estima que la construcción del templo comenzó en 1805 siendo Juan José de Goicolea, el famoso discípulo de Toesca, el encargado de las obras. Para 1808 fue consagrada la Iglesia de la Estampa Voladora de la Virgen del Carmen, pese a que en la estampa famosa, se veía la imagen de varios santos y entre ellos, una de la virgen.

El templo guarda una relación directa con el pueblo de Chile, tanto por su origen, como por su presencia en el proceso independentista. En su torre se encuentra la campana que fue tañada anunciando la llegada del Ejército Libertador al momento de ingresar las tropas por el camino del Inca (hoy Independencia) luego del triunfo en la Batalla de Chacabuco, llenando de alegría a la ciudad en momentos que los patriotas se encontraban en vilo esperando noticias.

Inscripción que se encuentra dentro de la Iglesia recordando su origen

La iglesia y su devoción han sido resistentes al tiempo y sus vicisitudes. Apenas unos años después de terminada (1814), en el año 1822 ocurrió un gran terremoto en Chile y la templo sufrió tan grandes daños, que se tuvo que reconstruir completa. La venerada estampa también se perdió en el suceso. Y no ha sido la única vez que la tierra se ha sacudido con fuerza suficiente para derrumbar sus cimientos, pero la iglesia vuelve a levantarse.

Además, para quienes piensan que el vandalismo contra la institucionalidad de la iglesia es algo propio de nuestro tiempo, no es así, ya que en dos ocasiones la iglesia ha sufrido el ataque de quienes no están de acuerdo con los preceptos eclesiásticos.

El 29 de Junio de 1888 la imagen de la Virgen fue robada y lanzada a una acequia que corría por la cañadilla. Pero la corriente no se la llevó y la imagen fue recuperada.

El 8 de septiembre de 1913, un paquete de dinamita explotó en el nicho que guarda la imagen, pero todo el contorno fue destruido, menos la Virgen. Algunos dirán milagro nuevamente, otros dirán error humano, el hecho concreto es que hasta hoy se sigue venerando la imagen el templo famoso por su origen y que radica en la devoción de un pueblo.


Imagen actual de la Iglesia de la Estampa Volada del Carmen




Fuentes:
- Historia General de Chile, Diego Barros Arana
- Historia de Chile, José Pérez García
- Historia Crítica y Social de Santiago, Benjamín Vicuña Mackenna
- http://chile-iglesias-catolicas.blogspot.com

El Conde de Aranda y el futuro de la América Española


Firma del Tratado de Paris 1783. Inglaterra se negó a posar para el cuadro

En Mayo de 1783 se publicaba en Santiago, capital del Reino de Chile, un bando con la noticia de que tres meses antes, se había celebrado en París los acuerdos preliminares de paz con Inglaterra. En consecuencia, el rey mandaba que cesara todo acto de hostilidad por tierra y por mar entre sus vasallos y los de Gran Bretaña, pero recomendaba no descuidar las medidas de precaución para atender la defensa del reino si fuera necesario.

Recordemos que España, a raíz de los Pactos de familia que mantenía con Francia, había apoyado el esfuerzo de los revolucionarios americanos con el fin de conseguir la devolución de los territorios perdidos en guerras anteriores frente a Inglaterra y Portugal, y es en circunstancias del truinfo americano, que logra recuperar Menorca y ambas Floridas, las costas de Nicaragua, Honduras y Campeche. 

A raíz de esto, el Conde de Floridablanca señalaría que "desde dos siglos atrás, la España no celebrado un tratado tan ventajoso", pese a que su mayor anhelo había sido recuperar Gilbraltar, punto en que los ingleses se mostraron inflexibles.

Con una absoluta falta de visión, Francia y España, que eran la cuna de los reinos absolutistas,  habían metido mano (enviando armas, dinero y hombres) en un problema interno de Inglaterra y sus colonias y que, a la postre, les estallaría en la cara convertidas en la Revolución Francesa y las independencias de la América Española.

Última hoja del Tratado


Ya en 1778 un ensayo publicado en Londres con motivo de la alianza entre Francia y las colonias inglesas de América profetizaban, dirigiéndose  a Luis XVI:

"Monarca imprudente, armáis vuestros ejércitos para sostener la independencia de la América i las máximas de su congreso. Existe una potencia que hoi se levanta sobre esas leyes: es la de los razonadores ambiciosos: ella conduce a una revolución en América; i quizá prepara otra en Francia. Los lejisladores de América se anuncian como los discípulos de los filósofos franceses: ellos ejecutan lo que ellos han soñado ¿Los filósofos franceses no aspiran también a ser lejisladores en su propio país? ¿Cuánto peligro no hai en poner la flor de vuestros oficiales en comunicación con hombres entusiastas por la libertad? Lo comprenderéis demasiado tarde, cuando oigáis repetir en vuestra corte los axiomas vagos i especiosos que ellos habrán meditado en los salones de América. ¿Cómo, después de haber derramado su sangre por una causa que se llama de la libertad, harán respetar vuestras órdenes absoluta? La Inglaterra quedará demasiado vengada de vuestros propósitos hostiles cuando vuestro gobierno sea examinado, juzgado, condenado según los principios que se profesan en Filadelfia i que se apaluden en vuestra capital."

Hombres ilustrados de España vieron el peligro que acarreaba la situación e intentaron buscar soluciones antes de que la debacle del imperio se produjera.

El Conde de Aranda se encontraba como embajador en Paris cuando ocurre la firma del Tratado en 1783 y participa de las negociaciones, pero eso no le impide lamentar las actividades de España en la guerra:

"La independencia de las colonias americanas queda reconocida i esto es para mí un motivo de dolor i temor. Francia tiene pocas posesiones en América, ha debido considerar que España, su íntima aliada, tiene muchas i que desde hoy se halla espuesta a las más terribles conmociones".




Según la propia opinión de Aranda, Francia "nos envolvió a nosotros en una guerra que también hemos peleado contra nuestra propia causa" ya que "España ha dado un mal ejemplo a sus colonias".

Y tenía toda la razón. El alzamiento de la república federal americana, con sus consignas de libertad y prosperidad para todos los hombres, es un factor preponderante en los procesos revolucionarios de la América española. El venezolano Francisco de Miranda, expedicionario español en las guerras de Estados Unidos, urde su plan de independizar a América de España estado en Nueva York en 1784. obviamente, con ayuda de Inglaterra, siempre dispuesta a devolver la mano, pero bajo la mesa.

Sigamos con Aranda, un clarividente político que el destino se encargó de confirmar:

“Dejo aparte el dictamen de algunos políticos, tanto nacionales como extranjeros, del cual no me separo, en que han dicho que el dominio español en las Américas no puede ser mui duradero, fundado en que las posesiones tan distantes de sus metrópolis jamás se han conservado largo tiempo. En el de aquellas colonias ocurren aún mayores motivos, a saber la dificultad de socorrerlas desde la Europa cuando la necesidad lo exige; el gobierno temporal de virreyes y gobernadores que la mayor parte van con el mismo objeto de enriquecerse; las injusticias que algunos hacen a aquellos infelices habitantes; la distancia de la Soberanía y del Tribunal Supremo donde han de acudir a exponer sus quejas; los años que se pasan sin obtener resolución; las vejaciones i venganzas que mientras tanto experimentan de aquellos jefes; la dificultad de descubrir la verdad a tan larga distancia, i el influjo que dichos jefes tienen no sólo en el país con motivo de su mando sino también en España de donde son naturales. Todas estas circunstancias si bien se mira contribuien a que aquellos naturales no estén contentos o que aspiren a la independencia siempre que se les presente ocasión favorable”. 

“Dejando esto aparte como he dicho me ceñiré al punto del día que es el recelo de que la nueva potencia formada en un país donde no hai otra que pueda contener sus proyectos nos ha de incomodar cuando se halle en disposición de hacerlo. Esta república federativa ha nacido, digámoslo así, pigmeo, porque la han formado y dado el ser dos potencias poderosas como son España y Francia auxiliándola con sus fuerzas para hacerla independiente; mañana será gigante conforme vaya consolidando su constitución, y después un coloso irresistible en aquellas regiones. En este estado se olvidará de los beneficios que ha recibido de ambas potencias y no pensará más que en su engrandecimiento. La libertad de religión, la facilidad de establecer las gentes en términos inmensos y las ventajas que ofrecía aquel nuevo gobierno, llamaron a labradores y artesanos de todas naciones, porque el hombre va donde piensa mejorar de fortuna, y dentro de pocos años veremos con el mayor sentimiento levantado el coloso que he indicado”.

Firma de Declaración de Independencia de EE.UU.

“Engrandecida dicha Potencia Anglo-Americana, debemos creer que sus miras primeras se dirigirán a la posesión entera de las Floridas para dominar el seno Mejicano. Dado este paso, no sólo nos interrumpirá el comercio con Méjico siempre que quiera, sino que aspirará a la conquista de aquel vasto imperio, el cual no podemos defender desde Europa contra una potencia grande, formidable, establecida en aquel continente y confinante con dicho país”.

“Esto, Señor, no son temores vanos, sino un pronóstico verdadero de lo que ha de suceder infaliblemente dentro de algunos años, si antes no hay un transtorno mayor en las Américas. Este modo de pensar está fundado en lo que ha sucedido en todos los tiempos con la nación que empieza a engrandecerse. La condición humana es la misma en todas partes y en todos climas. El que tiene poder y facilidad de adquirir no lo desprecia; y supuesta esta verdad ¿cómo es posible que las colonias Americanas cuando se vean en estado de poder conquistar el Reino de México, se contengan y nos dejen en pacífica posesión de aquél país? No es esto creíble, y así la sana política dicta que con tiempo se precavan los males que pueden sobrevenir”.

“Después de las más prolijas reflexiones, que me han dictado mis conocimientos políticos y militares y del más detenido examen sobre una materia tan importante, juzgo que el único medio de evitar tan grave pérdida, y tal vez otras mayores, es el que contiene el plan siguiente:

Que Vuestra Majestad se desprenda de todas las posesiones del continente de América, quedándose únicamente con las Islas de Cuba y Puerto Rico, en la parte septentrional, y algunas que más convengan en la parte meridional, con el fin de que ellas sirvan de escala o depósito para el comercio español”.

“Para verificar este vasto pensamiento de un modo conveniente a la España se deben colocar tres Infantes en América, el uno de Rey de Méjico, el otro del Perú, y el otro de los restante de Tierra Firme, tomando V.M. el título de Emperador”.

División de América propuesta por Aranda

“Las condiciones de esta grande cesión pueden consistir en que los tres Soberanos y sus sucesores reconocerán a V.M. y a los príncipes que en adelante ocupen el trono español por suprema cabeza de la familia”.

“Que el Rey de Nueva España le pague anualmente por la cesión de aquel reino una contribución de los marcos de la plata en pasta o barras para acuñarlo en moneda en las casa de Madrid o Sevilla”.

“Que el Perú haga lo mismo con el oro de sus dominios”.

“Y que la Tierra Firme envíe cada año su contribución en efectos coloniales, especialmente tabaco para surtir los estancos de estos reinos”.

“Que los dichos Soberanos y sus hijos casen siempre con Infantas de España o de su familia y los de aquí con Príncipes o Infantes de allá, para que de este modo subsista siempre una unión indisoluble entre las cuatro coronas, debiendo todos jurar estas condiciones a su advenimiento al trono”.

“Que las cuatro naciones se consideren como una en cuanto a su comercio recíproco, subsistiendo perpetuamente entre ellas la más estrecha alianza ofensiva y defensiva para su conservación y fomento”.

“Las ventajas de este plan son que la España, con la contribución de los tres Reyes del Nuevo Mundo, sacará mucho más producto líquido que ahora de aquellas posesiones; que la población del reino se aumentará sin la emigración continua de gente que pasa a aquellos dominios; que establecidos y unidos estrechamente estos tres reinos bajo las bases que he indicado, no habrá fuerzas en Europa que puedan contrarrestar su poder en aquellas regiones ni tampoco el de España y Francia en este continente; que además se hallarán en disposición  de contener el engrandecimiento de las Colonias Americanas o de cualquiera nueva potencia que quiera erigirse en aquella parte del mundo; que España por medio de este tráfico despachará bien el sobrante de sus efectos y adquirirá los coloniales que necesite para su consumo; que con este tráfico podrá aumentar considerablemente su marina mercante, y por consiguiente la de guerra para hacerse respetar en todos los mares; que con las Islas que he dicho no necesitamos más posesiones, fomentándolas y poniéndolas en el mejor estado de defensa, y sobre todo disfrutaremos de todos los beneficios que producen las Américas sin los gravámenes de su posesión”.

“Esta es la idea por mayor que he formado de este delicado negocio; si mereciese la Soberana aprobación de V.M. la extenderé explicando el modo de verificarla con el secreto y precauciones debidas para que no lo trasluzca la Inglaterra…”.

Analizado este plan en la perspectiva del tiempo, es una estrategia inteligente y  resulta admirable, por lo demás, la lectura política de este hombre hacia la situación actual y futura que enfrentaría España.

Pero, lamentablemente, no sería siquiera discutido en las cortes reales, pero él insistía en cada correspondencia que enviaba al rey.

"Si los americanos nos aborrecen, no me admira, según los hemos tratado, si no la bondad de los soberanos, las sanguijuelas que han ido sin número, i no entiendo que haya otra manera de evitar el estampido que el de tratarlos mejor" 

Recomendaba enviar mejores empleados para luego volver a su plan de dividir el imperior con objeto de conseguir una mejor administración, pero esta vez ofreciendo entregar territorio a Portugal.

"Mi tema, es que no podemos sostener el total de nuestra América, ni por sus estensión ni por la disposición de algunas partes de ella, como Perú y Chile, tan distantes de nuestras fuerzas; ni por tentativas que potencias de Europa pueden emplear para llevarsénos o solevarlos (sublevarlos) Portugal es lo que mas nos convendría, i solo él nos sería mas útil que todo el continente de América exceptuando las islas. Yo soñaría el adquirir el Portugal con el Perú, que por sus espaldas se uniese con el Brasil, tomándo por límites la desembocadura del Río Amazonas, siempre río arriba, hasta donde se pudiese tirar una línea que fuese a caer en Paita, i aun, en necesidad, mas arriba a Guayaquil. Establecería un infante en Buenos Aires, dándole también a Chile. Pero si solo dependiende de agregar a éste al Perú para hacer declinar la balanza a gusto de Portugal en favor de la idea, se lo diera igualmente, reduciendo al infante a Buenos Aires i dependencias."

"Quedaría a la España desde el Quito comprendido, hasta sus posesiones del norte, i las islas que posee al Golfo de Méjico, cuya parte llenaría bastante los objetos de la corona i podría ésta dar por bien empleada la desmembración de la parte meridional por haber incorporado con otra solidez el reino de Portugal."

"Me he llenado la cabeza de que la América meridional se nos irá de las manos, i ya que hubiese de suceder, mejor un cambio que nada."  


Conde de Floridablanca

En Madrid, no consideran en serio estas advertencias y Floridablanca, a la sazón, ministro de Carlos III contestaba de la siguiente forma a estas recomendaciones:

"El remedio de la América por los medios que V.E. dice sueña, es mas para deseado que para conseguido. Por mas que chillen los indianos i los que han estado allá, crea V. E. que nuestras Indias están mejor que nunca, i que sus grandes desórdenes son tan añejos, arraigados i universales, que no pueden evitarse en un siglo de buen gobierno, ni la gran distancia permitirá jamás el remedio radical. La especie del cambio (del Portugal por el Perú) es graciosa. ¡Utinam!"

Aquella situación que, según los mismo políticos españoles, no podía mejorarse en un siglo de buen gobierno, iba a solucionarse apenas treinta años más tarde por medio de una revolución radical y completa.





Fuentes:
- Historia Jeneral de Chile. Tomo VI. Diego Barros Arana
- www.hispanoamericaunida.com
- www.momentos españoles.es

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