La muerte y sus ritos en Chile Colonial

La idea de la muerte como el fin de la vida o como tránsito hacia un estado distinto, la creencia en una vida después de la muerte o en el Juicio Final, son, básicamente los factores que actúan como condicionantes en la forma de enfrentar este momento que inevitablemente ocurre en la vida de las personas. La idea de inmortalidad y la creencia en el Más Allá, aparecen de una forma u otra, en prácticamente todas las sociedades y momentos históricos, y para el caso que quiero revisar hoy, específicamente sobre el ritual fúnebre de la época de la Colonia en Chile, es una idea que trasciende estratos sociales y determina la forma de vivir de una sociedad marcada por el catolicismo medieval, mostrando en estas manifestaciones, lo mejor y lo peor de su época.



A las pocas horas de sucedida la muerte, el cuerpo era vestido por los hermanos legos, con el hábito de la cofradía o de la orden religiosa que la persona seguía y recibían un pago o limosna por ello, además del valor del hábito, claro está. El cadáver era puesto en un ataúd de madera pintada de negro o forrada con tela del mismo color, podía ser de lana, algodón o seda que se adornaba con cintas o galones en el caso de los militares.

Se enviaba el aviso a la iglesia y ésta mandaba a un sacristán a recorrer la ciudad con una campanilla, que alertaba a los vecinos, hermanos cofrades o compañeros de armas del fallecimiento. Era este mensajero el portador de las nuevas; se detenía y anunciaba el nombre del difunto, la hora y lugar del entierro y pedía que se rogase por la salvación de su alma.

Debido al dolor y la conmoción producto del suceso, quienes vivían en la casa, no podían dedicarse a nada más que a llorar al muerto, sin pensar en cosas tan cotidianas como comer, entonces los deudos, amigos y las monjas, enviaban alimentos y preparaciones a modo de regalo junto con las condolencias. De esta forma, la mesa para recibir a las visitas, siempre estaba bien provista.

Mientras tanto, en la iglesia, monasterio o convento (según el caso) el cura y los clérigos se vestían con capa de coro y sobrepelliz. Estos eran convocados por los dobles de las campanas y debían salir en procesión hasta la casa del difunto, vela en mano y la cruz parroquial, cantando salmos y rezos para trasladar el cuerpo. Llevaban una especie de anda para este efecto, que era una mesa de madera que sostenía una caja descubierta en la parte superior donde se ponía el ataúd. Se tapaba con una tela negra. En este mueble era velado el cadáver durante unas horas en la casa particular o en alguna sala de la cofradía o convento. 




Ya se encontraban ahí los amigos, hermanos y familiares, todos vestidos de negro, al igual que los esclavos y servidumbre. Se cantaban salmos, rezos y los llantos contratados de las lloronas profesionales; a más llorado el muerto, mejor le iba en la otra vida.

Se sacaba el difunto en procesión hasta la iglesia dirigida por la cruz. Detrás el féretro llevado por cuatro religiosos, lo seguían dos filas de dolientes precedidos por los clérigos y curas que marchaban cantando salmos y oraciones hasta llegar al templo, donde se dejaba en la mitad de la nave durante todo el tiempo que duraran las misas y sermones, esto podía ser un o dos días completos y siempre, las campanas repicando.

La fosa de entierro estaba abierta con antelación para evitar ponerse a cavar con toda la gente encima. Era normal que, cuando se abría el suelo para enterrar a alguien, salieran los restos de otras personas, por lo tanto, esta parte se hacía sin mayores testigos y así no herir susceptibilidades.

La losa o ladrillos, una vez terminado el entierro, eran puestos cuidadosamente en el mismo lugar que antes, intentando eliminar todo rastro de remoción. No se ponía lápida o señal alguna que indicara quien estaba enterrado ahí. Solo los obispos o presidentes tenían derecho a una lápida sencilla y conmemorativa, la que no debía sobresalir del nivel del suelo.



La creencia general era de la muerte como consecuencia directa de los pecados. El alma pasaba un tiempo en el Purgatorio y luego se iba al cielo. Si no se lograba salvar el alma, el pecado mortal la aniquilaba enviándola al infierno, desde donde no había redención posible. Por lo tanto, era de vital importancia, ayudar al alma durante el tiempo que estaba en el Purgatorio y evitar que se perdiera para siempre. Mientras, su cuerpo era custodiado en la iglesia, esperando el día de la resurrección.

Este pensamiento es el que marca la forma en que se llevan a cabo los ritos fúnebres en los tiempos coloniales. La importancia que adquiere el rito, los acompañamientos, el lugar de entierro, todo era importante para el alma. Los montos de dinero invertidos en cada parte del proceso, eran altos, porque se jugaba la última oportunidad para llegar al cielo.

Se debía pagar por cada cosa y estaba todo reglamentado. El valor del hábito mortuorio, las vestimentas de los religiosos, la tela del ataúd, la cantidad de personas que intervenían en la ceremonia, las veces que se detenía la procesión en el viaje a la iglesia, la cruz que se ocupaba (no era lo mismo usar la cruz pequeña que la cruz alta), las lloronas, las velas, los cortinajes de la casa y de la iglesia, etc. se pagaban fortunas por un funeral.

Un entierro mayor de español, con cruz alta y sacristán costaba ocho pesos. Si además se pedía vigilia, misa y dos responso, el total quedaba en 17 pesos.

Cada posa o detención en las esquinas, costaba un peso y nueve reales, pagando las velas y las telas aparte.

Se pagaba 6 pesos por una misa de honras, al año de muerte, cantada, con vigilia y diáconos. Sin los diáconos, se pagaban 5 pesos. Y por un novenario de misas cantadas con vigilia y responso al final, 3 pesos por cada misa y 4 pesos por cada responso.

Importante señalar que un médico recibía aproximadamente 180 pesos anuales o un maestro de escuela, recibía un poco más, algo como 200 pesos al año. El arquitecto Joaquin Toesca, recibía un sueldo de 50 pesos mensuales por la construcción del Palacio de La Moneda, es decir, 600 pesos anuales. 

Si el difunto no era español, el valor bajaba en un cincuenta por ciento. Cabe destacar que en este tiempo, más que ser español, era vital parecer español, por lo tanto, la gente prefería pagar más para ser enterrado en esta categoría, aunque fuera mestizo. Caso emblemático de la Quintrala, que siendo mestiza dejó estipulado en su testamento ser amortajada de San Agustín, acompañada por cura y sacristán con cruz alta. Además mandó que el día de su entierro se dijera misa de cuerpo presente de réquiem cantada con su vigilia, responso, diácono y subdiácono y se me haga un novenario de misas cantadas que digan los religiosos hasta el día de las honras y el día de las honras me digan misa cantada y todas las misas rezadas. Además, pidió que en el convento de San Agustín se le hicieran mil misas rezadas.

Era tan importante el asunto de la salvación del alma, que se crearon las capellanías. Esta institución estaba muy arraigada en la población chilena y consistía en la celebración de cierto número de misas anuales por la memoria del difunto. Se realizaban en determinada iglesia elegida por el fundador (fallecido) quien designaba a una capellán, encargado de vigilar la realización de éstas. Para asegurar el compromiso, se financiaban con la renta de determinados bienes administrados por el capellán. De no haber bienes, el capellán recibía un monto, lo invertía y con la renta de esto, pagaba las misas. Cada capellanía estaba dedicada a cierto santo o patrono, para vigilar el buen desarrollo material y espiritual de la misión.



He mencionado la existencia de las cofradías. Estas eran agrupaciones laicas de fieles en torno a cierto santo o patrono y se dedicaban a su exaltación en las fiestas en su honor. Además, se asistían entre ellos apoyándose en la enfermedad o en la muerte y realizaban obras de caridad. Se sustentaban mediante donaciones directa de sus miembros o de las donaciones piadosas de sus vecinos, en los casos en que fuera una cofradía compuesta por miembros de estratos bajos.

Las cofradías se preocupaban de asistir material y espiritualmente al difunto en el momento de la muerte. Se ocupaban de apoyar en los gastos del entierro y funeral y de la celebración de las misas de cuerpo presente y de réquiem.

Existían cantidades de cofradías en nuestro país, prácticamente no había cristiano que no estuviera en una, sin importar si fuera indio, moreno, mulato, criollo o español.

La iglesia se vestía con telas negras; eran habituales los lienzos con imágenes de esqueletos y calaveras y se erigía un túmulo iluminado con cirios donde era depositado el ataúd. Para la inhumación, los templos se dividían en cuatro partes. La primera, inmediata al presbiterio, costaba 50 pesos en la catedral y 12 en otras iglesias. La segunda sección, 25 y 8 respectivamente. Para la tercera parte, la catedral cobraba 10 pesos y 6 las otras. Por último, la cuarta parte, es decir, al costado de la puerta de acceso, se pagaba un derecho de 6 pesos en la catedral y 4 en las demás iglesias. Además de eso, se debía pagar el consumo de cera utilizada y los valores de los repiques de las campanas.

El asunto llegó a tal, que el Rey Carlos II, el 22 de Marzo de 1693, a través de Cédula Real reglamentó los funerales para evitar el exceso de lujo. Norma que, como solía suceder en las Américas, fue acatada pero no obedecida. Los monarcas Felipe V y Carlos IV, replicaron las medidas con los mismos resultados.

Don Ambrosio O'Higgins, el presidente inglés como le decían sus detractores, molesto por el incumplimiento de las reales disposiciones, dictó en el año 1793 un bando donde se detalla cada una de las particularidades de los ritos fúnebres y sus prohibiciones, las que debían ser cumplidas so pena de una multa de 1.000 pesos aplicados a la beneficencia. 

Para el caso de los pobres de solemnidad, la situación era distinta. Los cuerpos de quienes no podían pagar los altos costos de un entierro, eran dejados en el Hospital San Juan de Dios y sepultados gratuitamente en la iglesia de ese establecimiento. Lamentablemente, no faltaban las familias acomodadas que, por ahorrarse los gastos, hacían enterrar a sus muertos gratis en este lugar, dando lugar a quejas por parte de los párrocos. Felipe IV, por Real Cédula, dispuso entonces que solo se podían enterrar los cadáveres de los fallecidos del mismo hospital, dejando en desamparo a los pobres.



Para contrarrestar esta situación, se formó una cofradía de caridad bajo la advocación de San Antonio de Padua. Estos hermanos, a cambio de premios espirituales, compraron un terreno a cuadra y media de la Plaza de Armas, en la antigua calle de la Nevería, actualmente 21 de Mayo, y construyeron una capilla que en su patio inmediato daba sepultura a los pobres de solemnidad y a los indios. Como en todo orden de cosas, no faltaban los curas inescrupulosos que, pese a la norma que obligaba a enterrar a pobres e indios gratuitamente, cobraban a las familias por las exequias, obligando a los herederos a gastar lo que no tenían por el servicio.

Más adelante, a mediados del siglo XVIII surgió otro camposanto ubicado en la calle San Francisco, al sur del canal San Miguel, ya que los lugares anteriores, no daban abasto con los cadáveres.

El olor en las iglesias era espantoso, la fuente de infecciones en el hospital era peor que estar enfermo en casa. Si recordamos que, en general, la población no era muy aseada y las calles tampoco, debe haber sido mucho más en los templos, ya que los mismos clérigos se encargaban de ventilar por las noches las iglesias porque no se soportaba el hedor.

Por último, me queda mencionar que para el caso de aquellos que no tenían derecho a camposanto, es decir, los disidentes protestantes (franceses o ingleses), los suicidas y sentenciados a muerte, simplemente eran arrojados sus cuerpos al basural ubicado en la ladera del cerro Santa Lucía, dejados en las quebradas o lanzados al mar.

Actualmente, al subir el cerro, hay erigida una estatua con una placa conmemorativa que dice:

A la memoria de los despatriados del Cielo y de la Tierra que en este sitio yacieron sepultados durante medio siglo.



La escultura levantaba por Benjamín Vicuña Mackenna, marca el lugar por el que se dejaban caer los cuerpos; un postrero homenaje para quienes la Santa Iglesia Católica no tenía espacio en su anhelado cielo.




Fuentes:
- Obras Completas. Diego Barros Arana.
- Historia crítica y social de la ciudad de Santiago. Benjamín Vicuña Mackenna
- La ciudad de los muertos. Benjamín Vicuña Mackenna
- Las liturgias del poder. Jaime Valenzuela

El último viaje de Marilyn

El camino era una larga y sinuosa serpiente descansando al sol. Árboles ancianos en los costados, daban un poco de frescor cuando el viento movía sus hojas. Desde lo alto, se podía apreciar la belleza del campo y al fondo de todo, al final del sendero, la casa. Hermosa construcción española con sus muros de tejas y ventanas con postigos de madera, salpicados de colores por las macetas que mi madre gustaba de poner para alegrar la vista y el alma. Era la delicia de la primavera a media tarde.


Ocurre a veces que la vida nos detiene sin darnos cuenta. Ocurre que cuando vamos con cierta velocidad y creemos sentirnos ligeros como aves en el cielo de nuestra cotidianidad, tropezamos abruptamente y caemos. Y así estaba yo, tirado en el suelo cuando segundo atrás venía pedaleando feliz cuesta abajo por el camino del cerro que tantas veces, desde mi infancia, me había aventurado a andar.

Haciendo un repaso de mi situación, producto de la debacle mecánica recién vivida, me di el trabajo de hacer el inventario de mis males. En primer lugar, raspaduras varias; manos que sirvieron para aterrizar, rodillas moradas y un incipiente chichón frontal coronando mi cabeza. Más tarde sería el encargado de anunciar, cual aviso publicitario, que había sido víctima de la ley de gravedad en terreno pedregoso.

Pero si yo estaba a mal traer, la que definitivamente estaba peor, era mi querida bicicleta. Me la habían regalado hacía, al menos, 15 años atrás durante las navidades de mi adolescencia cuando era un infeliz amurrado y siempre hambriento. Era una maravilla de color amarillo, aerodinámica, liviana, con ruedas delgadas de competencia,  con tres cambios y freno sensible. El manubrio, toda una novedad en ese tiempo, era tan curvo como los cuernos de un chivo pero en esa posición se agarraba tal velocidad en pendiente que era la envidia de todos en el pueblo. Había llegado a completar mis días con sus viajes interminables, con la sensación de libertad y el control. Hasta cuando me pedían que fuera a comprar el pan lo hacía en bicicleta. Era Eliseo Salazar en dos ruedas.


De cariño y en secreto le puse nombre, se llamaba Marilyn y era, además de mi compañera de aventuras, mi confidente y quien me acompañaba en todas las misiones secretas que podía presentarse en mi vida. Mis primeras incursiones para ver a escondidas a alguna chiquilla por ahí, lo hice en bicicleta. Y más de una vez me tocó subirme al vuelo para ponerme al pedalear furioso mientras el padre gritaba improperios y castigos a la damisela. Eran los tiempos inocentes y tiernos en que sólo verse un momento a escondidas le dejaba a uno la sonrisa todo el día.

A mis 30 años y bastante más peso que entonces, ya no tenía el mismo control de su estructura ni ella las mismas condiciones de antaño. Pero en mi interior, seguía manteniendo el gusto por la velocidad y sabía que no había nada más veloz que Marilyn cuesta abajo. El problema eran los frenos.

Cada vez que presionaba las manillas para detenerme, sólo frenaba la rueda de adelante haciendo que se levantara la trasera y si el frenazo era muy brusco y yo no estaba pendiente, terminaba en el suelo.

Una piedra durmiendo en el lado equivocado del camino logró que cambiara el rumbo y terminé frenando con fuerza para no chocar contra un inmenso aromo que apareció de pronto. Marilyn se estrelló igual y yo volé sobre ella unos metros en medio de una lluvia de amarillas pelotitas que se quedaron en mi pelo y ropas, cayendo justo en el sector lleno de guijarros.


Esto sucedió mientras el sol estaba en lo alto y aun calentaba el cuerpo. Pero ahora estaba jugando a esconderse tras unas nubes y el viento frío de Septiembre ya se dejaba sentir. Mi camisa de mangas cortas no alcanzaba a cubrirme la piel erizada de los brazos. Las nubes comenzaron a enrojecer maravillosamente, con una sutileza que me recordé de las mejillas de mi dulce Clara. Cuando nos conocimos y en plena época de galanteo, lograba que me sonriera mientras bajaba los ojos coqueta y sus mejillas se tornaban del mismo color que el cielo. Todavía, a veces, luego de tantos años de matrimonio, lograba poner esa sonrisa colorida en su rostro y me derretía el corazón. La nostalgia me hizo sonreír. Pero el movimiento repentino hizo también que me doliera una magulladura que no había contabilizado antes, logrando que volviera a mis penurias actuales.

La verdad, el trasero se me estaba helando en el suelo frío, el camino aparecía largo y debía tomar una decisión pronto: quedarme  ahí hasta que alguien viniera a recogerme cuando se dieran cuenta de la hora y no llegaba, o recoger mi mancillada humanidad y los restos de Marilyn para hacer el viaje de regreso a pie.

Miré una vez más mi pobre bicicleta y se me encogió el corazón.  Supe que no había arreglo posible. Sentí el peso de todos mis años venirse encima. Envejecí de golpe.


Así que me levanté como pude, caminé hasta ella y con todo el cuidado del mundo, como si fuera un hijo pequeño, la levanté despacio. La limpié un poco para que no se avergonzara y partí con ella el largo camino hasta la casa. Mientras, le iba cantando canciones y repasando anécdotas que vivimos juntos en tantos años de andares y saltos. De esa forma hice la segunda parte de mi viaje. Con un poco de cansancio, algunos cardenales y otro poco de tristeza. Dispuesto a hacerle los honores a mi querida compañera Marilyn y enterrarla. Y con ella, jubilarme de una parte de mi infancia.




Brunhilda

Origen de algunos chilenismos (Parte II)

A continuación, revisaremos algunas expresiones chilenas bastante comunes, pero que no tenemos idea de dónde se originan.



Tirar el poto pa' las moras: Primero destacar que la palabra poto, que en Chile usamos para referirnos al trasero, nalgas, culo, posaderas, etc. proviene de la cultura moche, índigenas originarios del Antiguo Perú que se desarrolló entro los siglos II al VII en el Valle del Río Moche. Fue una de las lenguas generales habladas en Perú al momento de la conquista española. Utilizaban esta palabra para referirse a los mates donde guardaban y bebían chicha. Por la similitud de forma entre la vasija y el trasero femenino, también se usó para designarlo a éste. El término también se encuentra en el quechua y, como esta lengua llegó a ser el habla oficial del Imperio Inca, fue absorbido por algunos mapuche que tenían comercios con ellos. Desde ahí, nos queda a nosotros y a los pueblos el cono sur.

Mates, calabazas utilizadas como recipientes
Aclarado este punto, puedo indicar que la expresión tirar el poto pa las moras, se utiliza para señalar a una persona que se acobarda ante una acción o se arrepiente y no cumple con lo prometido. Y nace en semejanza a las vacas que, cuando no quieren ser montadas por el toro, voltean sus ancas hacia las zarzamoras para que el macho se lastime y no quiera hacerlo más. 

Darse vuelta la chaqueta:  Esta expresión es muy utilizada, tanto en Chile como en los países de habla hispana y alude a una persona que cambia de opinión de acuerdo a las circunstancias. Hay distintas explicaciones a su origen y ahora comentaré algunas:

En el siglo XVI, hubo revueltas sociales y guerras que fueron motivadas por la Reforma Luterana que surge en Alemania. El papado y los luteranos se enfrentaron de todas las formas posibles y cada bando, para distinguirse del otro utilizaba determinados colores en su capa y jubón. Muchos, con el fin de hacerse pasar por un oponente o para evitar sufrir las consecuencias estando en inferioridad de condiciones, volteaba sus prendas para no ser distinguido como un enemigo.

Revueltas de campesinos alemanes

También se le atribuye a Carlos I duque de Saboya, Italia. Este personaje se hizo famoso por tener un jubón que por un lado era rojo y por otro blanco. De esta forma, negociaba según sus intereses con España y Francia. Para ir a España, lo usaba en rojo y para conversar con los franceses, lo usaba en blanco.


Carlos Manuel I Duque de Saboya

Los chilenos también tenemos nuestra propia idea del origen de esta frase y cuenta que, durante la Guerra Civil de 1891, el entonces presidente don José Manuel Balmaceda entró en conflicto con el Congreso que pedía su destitución por aprobar el presupuesto sin la autorización congresista. Fiel a sus principios, organizó una resistencia armada y comenzaron las luchas. Luego de varios encuentros, el Congreso salió vencedor en la Batalla de Placilla y Balmaceda se suicidó en la Embajada de Argentina. Pues uno de los generales balmacedistas, al ver que los congresistas ganaban cierta batalla, ordenó a sus tropas que voltearan sus chaquetas cuyos forros tenían el color de las chaquetas enemigas, y de esta forma salvaron la vida.

Muertos en la trinchera, batalla de Placilla

Cortar las huinchas: En primer lugar, aclarar que la palabra huincha, viene el quechua wincha, que quiere decir cinta de lana o algodón. En tiempos precolombinos, se hizo conocida en Chile a través de las rutas comerciales establecidas con el imperio incaico. 

La expresión mencionada se utiliza cuando una persona está demasiado ansiosa por hacer algo, entonces decimos, está que corta las huinchas. La frase nos remonta a la época de oro de la hípica de nuestro país, cuando no existían los partidores automáticos de hoy y se utilizaba una cinta para contener a los caballos antes de que largaran. Un animal muy ansioso o inquieto, podría, eventualmente cortar la huincha y salir a la carrera antes de lo anunciado.

Club Hípico, Archivo Histórico

Voy a la pega: Al contrario de muchas expresiones de nuestra habla que tienen distintos orígenes y se utilizan en varios países, esta es netamente chilena. Resulta que antiguamente las calles eran de tierra y, como un sello de modernidad, se comenzaron a utilizar los adoquines para pavimentar las arterias principales. Es un trabajo engorroso y lento, ir pegando las piedras una a una hileras eternas, por lo tanto, la mano de obra requerida era mucha. Los obreros que tenían por trabajo el pegar a mano estos adoquines, eran gente común, del pueblo, el típico roto chileno. Acostumbrado a hablar recortando las oraciones, cuando le preguntaban donde iba, contestaba voy a la pega (a pegar adoquines) o cuando le preguntaban en qué se ganaba el dinero, simplemente decía en la pega (de adoquines). Con los años y el uso, el término se popularizó y quedó como un sinónimo de trabajo.

Pegando adoquines
Güitrear: Se le dice al acto de vomitar, especialmente, luego de una fuerte ingestión alcohólica. Según don Oreste Plath, el término viene de buitrear o hacer el canto del buitre, por el sonido que hace el ave al regurgitar. Por lo tanto, de cantar como el buitre al infinitivo buitrear, un paso. Luego la deformación lingüística hizo el resto y actualmente se escucha güitrear.

Buitres

Tener la manga ancha: la frase se asocia a personas permisivas o suaves en los castigos y el origen también es variado, dependiendo si es español o chileno.

En el primer caso, cuentan que los curas dominicos eran bastante más relajados en su adoctrinamiento cristiano y sus vestimentas estaban compuestas por hábitos de mangas anchas, a diferencia de los jesuitas, más austeros y estrictos. Era mucho más conveniente entonces, confesarse con una cura de mangas anchas, es decir, dominico, que con un jesuita, bastante más severo.

Hábito de los curas dominicos

También encontramos que el origen de esta expresión podría estar en los conventos del época colonial del país, cuando, ya fuera por conveniencia económica o por vocación, un alto número de mujeres entraba a la vida monacal. Dentro de un estricto horario, entre oraciones, trabajo espiritual y ayunos, una vez al día, las religiosas tenían derecho a recibir visitas en el convento pero en un lugar determinado y siempre acompañada de otra que estaría vigilando y escuchando todo. Pese a toda esta vigilancia, habían hombres que, entusiasmados con el aire místico de algunas religiosas, iban todos los días a verlas. A esto se le conocía como devoción. Ocurría a veces, para éxtasis del devocionario que, disimuladamente y como por casualidad, pudiera tocar la mano de su anhelo escondida entre la manga ancha del hábito. Es más, hubo reportes de pequeñas cartas o regalos como relicarios o guardapelos, que pudieron ser dejados en la famosa manga.

Sor Francisca Teresa del Niño Jesús




Fuentes:

- Diccionario etimológico de Chile. Valentín Anders
- Historia de la vida privada en Chile. Rafael Sagredo
- Baraja de Chile. Oreste Plath

Deseando amar


Desde hace meses, el mejor despertador de la ciudad era el sonido de las cañerías al llenarse de agua. El gobierno de Maduro,  grandísimo hijo de puta, decía su madre, sólo les daba dos horas de agua para hacer todo lo que podían. Se levantó rápidamente a ducharse y lavar la loza del día anterior, aunque fuera solo con agua porque el detergente de loza era un bien demasiado caro en el mercado negro actual.


Consuelo estaba sola, su madre estaba en la fila del mercado desde la noche anterior. Era una locura salir de noche con la cantidad de asaltos que había, pero no quedaba más remedio para comprar en los pocos días hábiles que quedaban en la semana. Sacó un tubo dentífrico casi vacío y se dirigió al baño dispuesta a exprimir el tubo; nada evitaría su lucha contra las caries, hábito bien inculcado por su madre.

Desde hace meses que no se compraba una sola prenda nueva, las tiendas casi vacías promocionaban remeras del año anterior a precios inalcanzables. Si para los estrenos de diciembre tuvieron que usar la misma ropa de todo el año bien planchadita y limpia; carajo, que así cómo una se ve joven y bella.

Salió dispuesta a caminar las cinco cuadras que la separaban de la bodega donde podían comprar hoy. La familia tenía auto, un hyundai blanco del año 2000 que había sido muy bueno pero estaba averiado y como era imposible encontrar repuestos de vehículos, el pobre se moría poco a poco en la puerta de su casa como un símbolo de la decadencia bolivariana.

-Mija, por Dios que te has demorado. ¿Y esa vaina? – Refiriéndose a la ropa -ni que esto fuera un desfile, válgame Dios. Los tiempos ya no están para andar usando las mejores prendas en día de chamba– dijo su madre al verla cediéndole el espacio en la larga fila de personas, unas 400 serían al menos y quedaban otras tantas hacia atrás.


Consuelo no dijo nada y se dispuso a esperar. Las horas pasaron y el calor se sentía en esta Venezuela dolida, cansada de estar alegre cuando ya no hay luz, ni comida, menos agua o se mueren los niños en el hospital porque no hay remedios. La gente miraba las bolsas de los que salían del mercado para ver qué cosas iban quedando. Pero a ella, poco le importa eso hoy, lo realmente importante, era verse bella y fresca cuando entrara a comprar.

Pasó rápidamente y tomó lo primero que vio, un kilo de caraotas(1). Tampoco es que pudiera comprar más, era la cantidad permitida por persona. Al girar para ir a la caja, la ansiedad hizo que le sudaran las manos. Allí estaba él, ese muchacho tan guapo que siempre la miraba; sintió sobre sí el cálido verde de sus ojos y se sonrojó. Avanzó en la fila y cuando le entregó la mercadería, el muchacho dejó su mano casualmente sobre la suya durante unos segundos. La vida entera se detuvo cuando su piel se erizó con ese contacto. Levantó la mirada y vio la sonrisa del chico, sus ojos que le decían que le pasaba lo mismo. Abrió la boca para decir algo pero alguien lo llamó y tuvo que dejar su mano.


Juan se llamaba. Y ella pagó mostrando la tarjeta de identificación que la autorizaba a comprar ese día y, al salir, dio la vuelta en la puerta de la tienda para verlo. Él sintió la fuerza con ella lo miraba y se volteó. Nuevamente quedó todo en silencio, suspendida en el aire esperó algo, no sabía si un latido o una explosión, pero él nada dijo, solo sonrió. Su madre la tomó del brazo alegando sobre las tonteras de la edad y esas cosas, pero Consuelo no escuchaba.

A través de la mampara de vidrio adivinó la silueta de Juan aún mirándola mientras recogía el papel que ella le había dejado sobre el mostrador. Él intentó salir en pos de ella, pero la llamada de atención de su jefe se lo impidió. Juan pensó que no le importaba, ahora sabía que se llamaba Consuelo y el barrio donde vivía, cerca de ahí; por la tarde, cuando terminara la faena, iría a dar una vuelta, si estaba con suerte, tal vez la viera y podrían conversar con calma. Ese solo pensamiento le alegró el resto del día.



Afuera, bajo el sol del mediodía, Consuelo caminaba escoltada por su madre que seguía en su eterna perorata en contra del gobierno chavista, pero a ella le daba lo mismo; en sus 14 años, el sol nunca había estado más luminoso. No vio la protesta ruidosa de la calle de la esquina o los rayados ofensivos sobre la cara del Comandante Chávez, solo sabía que él había leído el papel que ella le diera y tal vez, podrían verse en algún momento, y si no, solo quedaban dos semanas y volvería a comprar en ese mercadito y a ver si Juan, esta vez, sí le decía algo.


Brunhilda



(1) caraotas: porotos negros muy común en Centroamérica

Las mujeres de Pedro de Valdivia: compañera hasta la muerte Juana Jiménez

Bastante difícil ha sido encontrar antecedentes sobre la última de las mujeres de conquistador. Se trata de Juana Jiménez, quien se juntó con Pedro de Valdivia en Perú cuando éste fue a solicitar la confirmación de su cargo a Lima.


Corre el año 1547, Valdivia decide que hay que partir a Perú a solicitar refuerzos, pertrechos y víveres que permitan consolidar su trabajo de conquista para la corona, y además confirmar su nombramiento como gobernador, pero los colonos, ya no están dispuestos a entregar más aportes voluntarios luego de que la expedición de Monroy fracasara. A decir verdad, ya se hablaba de dejar el país y volver hacia España o Perú con lo que ya habían conseguido y no seguir sufriendo en esta tierra. Ante esto, Valdivia concibe un plan que no compartió con nadie, salvo dos personas más. Les hace saber a todos que reconoce la dificultades sufridas por todos, así que cada uno es libre de marcharse o quedarse según su deseo, que dispondrá de una nave que los transportará a ellos con todas sus cosas hasta Lima y que se llevaran todo su oro para demostrar al resto del mundo, que este pedazo de tierra no era tan miserable como decían. Quince españoles quisieron marcharse y embarcaron todos sus bienes. La noche antes del anunciado viaje, Valdivia los agasajó con un gran festín y, mientras estaban todos disfrutando, se fue a Valparaíso, tomó la nave y partió a Lima. Decir que hubo descontento es poco. Las mayores maldiciones conocidas en España fueron dichas a su nombre. Dejó una carta donde explicaba que lo hacía para continuar el servicio a Su Majestad y que en su lugar dejaba a cargo a Jerónimo de Alderete y Francisco de Villagra en quienes también recayó la orden de ir pagando lo usurpado con lo que le correspondía de la producción de oro del Marga Marga. A Inés de Suárez también la dejó sin aviso y luego le mandaba una carta profesando amor y perdón; aunque no lo sabían en ese momento, no volverían a estar juntos.





Valdivia demoró poco más de un año en regresar ya que estuvo al servicio del Virrey de La Gasca en contra de Gonzalo Pizarro, su antiguo superior que lo había autorizado a la expedición a Chile. Además, enfrentó los cargos hechos por sus enemigos cuando fue acusado de desobediencia a la autoridad de los delegados del Rey, tiranía y crueldad con sus subalternos, codicia insaciable y irreligiosidad y costumbre relajadas con escándalo público. Tal como hemos comentado en entradas anteriores, Valdivia libró de todas las acusaciones menos de la última, ya que los testigos, tanto en favor o en contra, atestiguaron que sí vivía en amancebamiento con Inés de Suárez y de La Gasca, sacerdote al fin y al cabo, no dejó pasar esta situación. Decretó el abandono de la amante en menos de seis meses y que trajera desde España a su legítima esposa Marina Ortiz de Gaete.

La sentencia era en contra de Inés, nada decía sobre otras mujeres, así que Valdivia, a falta de una, tomó dos. María de Encío, la hermana (algunos dicen hija) de uno de sus financistas Juan de Encío, y la sirvienta de ésta, Juan Jiménez.

Ambas españolas pero de diferente cuna. Se dice que Juana manejaba a Valdivia con sus artes hechiceras y que le preparaba pociones a base de hierbas para mantener su virilidad. Pero esos pueden ser rumores ya que no existen hechos contrastables. Lo concreto es que el 21 de Enero de 1549, Juana Jiménez viaja en el San Cristóbal rumbo a Chile junto con Valdivia y María de Encío.

Vivió con él en la casa que antes fue de Inés de Suárez, incluso cuando fue herido en una pierna, fueron ellas quienes lo cuidaron y atendieron, aunque Inés fue llamada a curarlo ya que era, desde el principio de la conquista, la encargada de curar a los enfermos. Este accidente le valió una cojera por el resto de la vida al conquistador.

Valdivia casó a María de Encío con Gonzalo de Ríos y le dió como dote casi la mitad de Papudo, además de indios y dinero. Se quedó con Juana y partió al sur a fundar y conquistar. 

Vivió con ella en Concepción hasta 1553, cuando se enteró de la venida de su esposa. Ella entonces, lo deja, pese a la resistencia de Valdivia ya que su mujer no llegaría hasta 1555, todavía podrían vivir juntos algún tiempo más, pero ella insiste en irse. Algunos señalan que Valdivia la casó entonces, pero esto es improbable porque la fecha de matrimonio de Juana es posterior a la de su muerte. Con todo, es cierto que ella poseía una extensa encomienda de indios; probablemente Valdivia le quiso asegurar una buena dote antes de separarse. 





Aun así, la fecha de separación de 1553 es relativa puesto que existen otras fuentes que la muestran en 1554, todavía viviendo con Valdivia en Concepción y que se habría enterado allí de la muerte de su amante.

La llegada de Villagra a Concepción con sus maltrechas huestes, llevó al colmo de la desesperación a los habitantes de la ciudad. Nadie pensaba en la resistencia sino en la huida hacia el norte en busca de refugio. La sola idea de que apareciera el terrible caudillo araucano, había turbado los mejores ánimos y el deseo de despoblar prendió rápidamente. El pánico se había apoderado de los hombres y cuenta Antonio de Bobadilla que Juan Negrete, temblando de miedo, decía en la puerta de la casa de Valdivia "¿qué hacemos en esta ciudad? ¡qué nos han de comer vivos los indios!", en cambio, Juana Jiménez, la última concubina de Pedro de Valdivia, pateaba de rabia en el interior de la casa ante la idea del despueble.

También se señala que, enojada por la cobardía de muchos soldados, tomó espada y rodela y salió a la calle a increparlos, llamándolos gallina. Esta situación me recuerda más a otra mujer, la española Mancia de los Nidos, quien enferma, se levantó de su lecho a reprender a los soldados que estaban evacuando la ciudad... creo que se le puede haber confundido con ella, tal vez.

En 1562, a los 38 años, se casa con don Gabriel de Cifontes, quien fuera compañero de Diego de Almagro en la primera expedición a Chile, dueño de la tercera parte de un galeón español que trajo refuerzos a Concepción; luego fue nombrado Alguacil Mayor de la ciudad.





No obstante, se señala que esta mujer habría tenido por amante, estando ambos casados, nada menos que a don Alonso de Reinoso, conquistador que luchó en Honduras, México, Perú y en la Guerra de Arauco. Fue él quien, en 1558, sentenció a Caupolicán a la muerte por empalamiento. Vivió en Concepción, siendo nombrado Alcalde y Corregidor de la reconstruida ciudad. 

Existe un tercer amante de Juana Jiménez, aunque no se puede precisar; pero llama la atención que en su testamento, nombró como heredero, patrón y capellán de la obra pía que mandó fundar, a Martín del Caz. Y aunque esto de por sí, no habla de una relación extramatrimonial, el que dispusiera ser enterrada junto con este hombre da para muchas especulaciones.

Muere, finalmente en Concepción en 1576.


Fuentes:
- Memoria de los sucesos de la Guerra en Chile. Jerónimo de Quiroga.
- Historia de la vida privada en Chile. Rafael Sagredo.
- Inés del alma mía. Isabel Allende
- Mujeres de Chile. Carlos Valenzuela
- Historia de Chile, desde la prehistoria hasta 1891. Francisco Encina
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