Felinofobia




Mi gata le temía a los temblores. Es cierto que todos los gatos presienten el movimiento y se esconden, pero en ella, el asunto rayaba en pánico. Tenía un problema en el oído, así que nunca escuchó el rugido subterráneo y el movimiento la pillaba en plena acicalada de su peluda cola o simplemente durmiendo. Entonces se le paraban todos los pelos, se le abrían los ojos hasta las cejas y las uñas las clavaba con una fuerza tal, que necesitábamos varias manos para soltarla cuando ya había pasado el sacudón. No importaba si fuera un sillón, la cama, la pierna de alguien o la falda de la abuela, ella quedaba colgada mirando con terror hacia ninguna parte. Uno andaba preocupado de ponerse a salvo y de pronto, solo sentíamos el dolor fortísimo de una mancha negra y blanco pegada como lapa encima.

El terremoto del ’85 lo pasé en la esquina de mi casa, en un pasaje de la Rancagua Sur. Mientras mis primos perseguían a una pelota que rebotaba intentando hacer el gol, yo quería bajar a mi gata de un árbol gigantesco. No supe cuánto duró ni qué tan fuerte fue, hasta que me bajé, llenos los brazos y la cara de rasguños. Las piernas tambaleantes de tanto sujetarme en la rama, pero mi Cuchita, se había calmado y me recompensaba con un ronroneo suave. En medio del pasaje, mi tío todavía lloraba arrodillado por el perdón de sus pecados. Luego supe que el remezón intenso botó el frontis de la Iglesia San Francisco; esa donde nos llevaba mi mamá a ver los santos sufrientes y acristalados que luego nos dejaban pesadillas durante todo el Mes de María.



Para el último terremoto, el de 2010, no tenía gata pero estaba en la misma población, esta vez, en los edificios de Almarza. Nos habíamos cambiado hacía poco y luego de ver a Arjona, apagamos la luz y empezó el tembleque. El instinto me hizo sacar a mi hijo de su pieza para ponernos bajo el dintel mientras mi marido salvaba la vida del televisor, con ese instinto que solo tienen los hombres para con los televisores. Y me pase los tres minutos eternos gritándole que escapara de la pieza y me trajera calcetines y pantalones que a poto pelado no podía salir. Afuera, las escaleras eran ríos por la rotura de la copa de agua y la luna más grande y terrorífica que he visto después de tantas luces de los cables chocantes.




Menos mal que la Cuchitina, que se llamaba según quien le hablaba, ya no estaba o le habría dado un infarto con tremendo remezón. A ella le tocó morir en el sueño de los gatos benditos, calientita en su cama de chombas viejas, con todos nosotros acompañándola en su ceguera, pero feliz por el amor que recibió de la familia que ella adoptó durante diez años. Solo queda esperar, que en el cielo gatuno, no tiemble.

El Telar del Alma: 1° Lugar Regional Concurso Historias de Nuestra Tierra 2016






 Mi abuela me enseñó a tejer. Durante todos los años de mi infancia, la vi mover los hilos con sus manos eternamente arrugadas. Acariciándolos con cuidado de santo, reverencia casi, iba ella levantando y apretando, armando y tejiendo en un tiempo ajeno al mundo. 

Moviendo las manos no hay penas, decía ella, y estaba tan convencida de eso que cuando enviudó, después de 53 años de matrimonio, pasó su luto tejiendo la manta de su dolor. Antes de morir, pidió que amortajáramos con ella porque quería verse linda cuando se encontrara con su viejo.

Aprendió a tejer de su  madre, y de la madre de ella y ella de su madre también, y así, hasta el principio de los tiempos. Me contaba que antiguamente los ponchos y mantas corraleras eran más largas, que debían tapar las manos del huaso al correr y se usaban de soslayo, tal como lo hacía Don Ramón Cardemil, el epítome de la elegancia patronal. Esto obligaba a las chamanteras a poner especial cuidado en el embarrilado. No como ahora, decía, que les ha dado por usar la manta más corta, pura tontera de modas traídas de afuera. Pero seguía tejiendo.



Fajas rojas y anchas, eternas, porque daban dos vueltas alrededor del hombre para sujetar la riñonada. Mantas sencillas con franjas de colores para la faena diaria y los hermosos chamantos, decorados con parras, espigas o copihues en tres mil hilos mezclados con sabiduría, brotaron de sus manos. Cada manta me cuesta una parición, alegaba ella dándole con fuerza a la paleta, apretando bien firme la trama, el secreto de la calidad.

Heredé su casa junto a un arroyo hermoso. Sentada en la banqueta del telar, miro a través de la ventana sin vidrio y tengo una visión completa del patio de tierra apisonada, el horno de barro que cocina los mejores pasteles de choclo y la parra cubriendo todo con su sombra; refresco para el verano, refugio para el invierno.



La urdiembre la tengo lista y voy tocando suavemente los miles de hilos finísimos y delicados que sostendrán mi dolor. El fracaso de mi matrimonio me rompió todos los huesos, me mojó como agua sucia y debo sacudirme si quiero seguir. Pero si mi abuela sobrevivió a ocho partos, dos hijos muertos y la viudez después de toda una vida, algo debe tener este telar que la mantuvo entera. La siento a ella en mi sangre.


Comienzo a pasar los hilos de contraste una y otra vez, en un viaje completo de ida y vuelta sempiterno y no me doy cuenta cómo pasa la hora y oscurece poco a poco. Al encender una vela veo a mi abuela ahí, sentada a mi lado; me comparte su mate mientras la paleta de corazón de espino sigue golpeando y apretando. Me va indicando las combinaciones y colores para el mejor tejido. Si, el divorcio me hizo pedazos, pero quiero rearmarme como ella, tejiéndome un nuevo corazón, con su día y con su noche igual que un tejido, porque la vida es así; pero más firme, eterno y hermoso como las mantas bellas que hacía mi abuela.

La transmutación




Jorge se paseaba por el departamento inquieto; a sus 34 años nunca había tenido una cita y los nervios no lo dejaban en paz. Se miró al espejo por décima vez para acomodarse el pelo.  Las flores que había comprado estaban sobre la mesa al alcance de sus manos atrofiadas; quiso tomar un vaso pero el temblor se lo impidió. Movió la silla de ruedas hacia la ventana en un intento de calmarse.



Tenía apenas doce años cuando se lesionó la columna en una piscina, el diagnóstico lapidario lo dejó reducido a movilidad parcial. Todavía existían personas que pensaban que desde ese día, su vida se había estancado como si no hubiera crecido más, como si hubiera perdido la capacidad de desarrollo. Muchas palmaditas en la mano, cariños en la cabeza y sonrisas condescendientes, como si el estar en una silla de ruedas impidiera la madurez de su cuerpo y de su mente. Pero él se había propuesto demostrarles que podía hacer las cosas solo, que los obstáculos no están en el cuerpo si no en la cabeza de quien quiere tenerlo y él, no los tenía. No había sido fácil aprender a vivir con este nuevo cuerpo que servía a medias, pero lo había logrado.  Cada acto cotidiano, doméstico, era una meta lograda.  Lavarse los dientes, abrocharse el pantalón, marcar el celular, ir al baño, aunque esto requería un poco más de atención ya que tenía menos sensibilidad en sus zonas bajas y, a veces, su vejiga o intestino no le avisaban con el tiempo necesario. Bueno, los accidentes pasan.

Pese a todo, ya era un hombre, incluso tenía un trabajo donde era bien recibido por sus compañeros, pero nunca había estado con una mujer; y no por falta de ganas. Le habían gustado muchas mujeres en su vida e intentó conquistarlas, pero sus esfuerzos chocaron con una sonrisa compasiva transformada en un gesto que no llegaba a los ojos, una mirada de consideración como si fuera un niño intentando hacerse el grande. Así que había llamado a una asistente que le recomendó un amigo del Conadis. Y ahí estaba, hecho un nudo esperando a una mujer desconocida con la que tendría sexo, al fin. Las manos le sudaban y su estómago sonaba. Dios ahora no, por favor, un accidente era lo último que necesitaba en este momento. 

Sonó el timbre y casi se cae por el sobresalto. Al abrir la puerta, se encontró con una mujer morena, del tipo oficinista, ni muy joven ni muy madura. Algunas suaves arrugas en los ojos, marcas de sonrisas generosas.

-Hola, soy Daniela, tú eres Jorge, supongo – dijo mientras se inclinaba a saludarlo mostrando sus blancos dientes y envolviéndolo con su perfume cálido.

Sorprendido, se dio cuenta que los nervios se habían calmado cuando la dejó pasar para mirarla con detenimiento. No era extremadamente bella pero se movía con gracia y tenía un magnetismo secreto, de mujer que se conoce y sabe lo que provoca, o tal vez era él, que ansioso imaginaba lo que vendría o lo que quería, porque en realidad, no tenía idea de cómo iba a resultar todo. Él esperaba algo más vulgar, el rostro maquillado con exceso y perfume barato de liquidación, pero tenía enfrente a una mujer de mirada interesante y de quien nadie podría adivinar su profesión.

-Toma, son para ti. Te agradezco que hayas venido – dijo él, entregándole las flores.

Como al pasar, sus manos se rozaron y ella levantó los ojos risueños. ¿Le estaba coqueteando? Ella bajó las pestañas al oler las flores y lo volvió a mirar. Si, le estaba coqueteando, ¡a él! Cuántas veces había visto esa mirada dirigida a otros pasando de largo sobre su cabeza. Era una sensación tan extraña que si pudiese sentir las piernas, se las abría derretido, pero tuvo la vívida sensación de desvanecimiento ante el descubrimiento; se sintió torpe y orgulloso, con ganas de reír como un tonto al sentir que se sonrojaba. 



Conversaron un rato de la vida, de libros, de películas. Ella no sabía mucho de algunas cosas pero ponía toda su atención cuando él le explicaba lo que había leído, como si de su boca saliera conocimiento puro. A veces, reía divertida de los chascarros que le habían pasado estando en silla de ruedas, como cuando se le atascaba el vestido a alguna chica al pasar y el aprovechaba de mirar piernas y algo más, o cuando estaba aprendiendo a moverse con la silla y no puso el freno y comenzó a deslizarse hacia atrás sin saberlo. Hablar con ella sobre sus limitaciones le daba la sensación que no eran tales. En sus ojos solo había calidez y alegría, ni un asomo de tristeza o incomodidad, era una diosa.

Hipnotizado por su voz suave, no se percató que estaba al lado de ella hasta que, en un momento inesperado, la mujer dejó sobre muslo una mano posesiva, íntima. Era la señal. Él se acercó y con dedos torcidos acarició su rostro, queriendo venerarla siempre, en un intento de agradecerle, de que entendiera lo importante que era para él este instante preciso y eterno de sentirla cerca y la besó con timidez. Nada lo había preparado para la conmoción en los sentidos que significó eso. Dios, sabía a mujer, al fin; aunque nunca lo había saboreado, el instinto le dijo que era sabor a hembra, un tono almizclado con un suave toque de alcohol y al perfume de su cuerpo.




Ella devolvió el beso gustosa, intensa, tal como él lo necesitaba sentir, como si de verdad estuviera disfrutándolo, saboreándolo. No había silla ni dolor. Era un hombre ávido, masculino y entero. Ella era cálida, femenina y generosa. Puso su mano sobre uno de sus pechos y ella sonrió dentro de su boca, traviesa. No importaba que fuera una aventura pagada porque ella hacía que fuera real y solo por ese gesto, por reafirmarle la hombría en ese instante, ella fue la diosa del amor y él la amó.


La Señora Juana. 2° Lugar Concurso Literario "Una Región un Cuento"



La señora Juana llevaba trabajando seis meses en la caseta de recargo de la Tajeta BIP(1) cuando la asaltaron por primera vez. Se levantó a las seis como todos los días de ese invierno, hizo la cama luego de lavarse los dientes, tostó el pan del día anterior que comió con un tecito de canela. Antes de salir, se puso el chaleco grueso que había tejido para las mañanas, le dio un beso de despedida a la foto de su marido Luis, fallecido hacía dos años y partió caminando al paradero 10 de Gran Avenida.



Llegó temprano, apenas la niebla se estaba levantando y las calles llena de estudiantes y trabajadores como ella. Le costaba pensar en ella misma como una trabajadora más si en toda su vida, su Luis se había encargado de proveer para ella y los hijos. Pero Luis ya no estaba, la pensión no alcanzaba más que para remedios y no quería que sus hijos gastaran dinero en ella; para eso aun tenía energías, con 65 años recién cumplidos. En una edad en que la mayoría de las personas se jubilaba, ella estaba en su primer trabajo; cosas de la vida no más.

Le tenía cariño a la casucha que le asignaron para vender las recargas de las tarjetas. Era blanca, con un letrero grande de fondo azul y letras amarillas. Por dentro, la señora Juana lo había hecho acogedor, le puso unos pañitos de crochet a la mesita bajo un florerito delgado y se había traído una televisión pequeña para seguir viendo la teleserie(2) de la tarde. Le pasaron una estufa eléctrica que le entibiaba los pies helados y ella tomaba matecito que también le daba calor.

No le gustaba leer, así que el televisor le vino de maravilla aunque solo tenía canales nacionales. A veces, cuando se cansaba de tanta mala noticia y farándula, apagaba el aparato y disfrutaba ver pasar el tiempo mirando por la ventana de atención hacia el parque que tenía justo al frente. En las mañanas pasaban algunas mamás con sus hijos hacia el CESFAM(3) que estaba al fondo, jugaban un ratito y luego se iban. Pasado el mediodía, llegaban los estudiantes, estos más alborotados, juntos, que reían fuerte y se daban empujones con algunas chiquillas despeinadas de faldas tan cortas que no podían sentarse. No entendía la señora Juana por qué los niños de ahora no se podían sentar como la gente sino que tenían que hacerlo en los respaldos de las bancas poniendo los pies en el asiento. Seguramente sus papás trabajaban y no había quién les enseñara que eso estaba mal.  Al caer la tarde, casi no pasaba gente por el parque, y quienes lo hacían, no eran de buenas intensiones. Más de una vez le tocó ver cómo, con unas pequeñas maniobras, abrían rápidamente las puertas de los vehículos estacionados y se llevaban radios, celulares, lentes o lo que pillaran dentro. También le tocó ver a cierto hombre que se acercaba a personas solas y cuando las detenía para pedirle fuego, llegaban los compañeros y le quitaban todo. Era esa la parte más ingrata de su trabajo. En esas circunstancias quería pasar desapercibida, no fueran a hacerle algo.

Esa mañana hacía mucho frío y era la hora intermedia entre que pasaban las mamitas al control y los estudiantes cimarreros(4), en el matinal hablaba la Tonka sobre cierta crema reductora. Pucha que hacían bonita pareja con Felipe Camiroaga; Felipito querido, Dios lo tenga en su Santa Gloria, ya no servía el matinal sin él.

-¡Ya lelita, vamos pasando toas las moneas!- escuchó a sus espaldas al otro lado del vidrio.

Era un chiquillo de unos 13 años, tapado a medias con el gorro del polerón y un cuchillo de cocina en su mano derecha, en la izquierda, una piedra del porte del su puño con la que golpeaba el vidrio.

-Pásame las moneas vieja culiá, ¡ahora! O le pongo fuego a esta weá - gritó más fuerte intentando meter la mano por la ventanilla.

Señor Santo qué susto más grande, se le cayó el tazón de té caliente pero no se dio cuenta. Con manos temblorosas fue juntando las monedas y billetes que encontró por ahí mientras el chico seguía gritando amenazas que no oyó porque tenía el ruido de su propio corazón en los oídos y el avemaría en la boca.

-Puta que erí pobre, con esta cagá no alcanzo a hacer ná – se guardó el dinero en el bolsillo – pobre de voh si me echaí los pacos, vieja conchetumare, porque te voy a estarte vigilando.

Descargó otro golpe en el vidrio y se fue dejando a la señora Juana sin fuerzas ni para levantarse. Lloró un rato para descargar la angustia y luego lloró otra rato más, cuando se dio cuenta que se había mojado los calzones y las medias del susto.



Como corresponde, al día siguiente, informó a su supervisor lo ocurrido pero poca ayuda le prestaron. Se presentó en la empresa y vio cómo discutían si el dinero que le habían quitado lo descontaban de su liquidación o, como era tan poco, lo consideraban dentro del margen de pérdida. Cómo se sentía ella, si necesitaba algún día de descanso para reponerse, no les importó. Le pusieron una rejilla al vidrio que no cambiaron y sería todo, la ley no les exigía más. Llegó a su casa y revisó contrato y liquidación, entonces cayó en la cuenta que la empresa, como a todos sus trabajadores, les pagaba un seguro de vida. En realidad era un aporte del 50% porque también le descontaban mensualmente por el mismo seguro, que dicho sea de paso, el beneficiario era la empresa; es decir, que recibirían un dinero adicional si ella se moría por causa no natural. Así la cosa.


Ese día comenzó su calvario. Antes de dormir, revisaba todas las puertas, ventanas y resquicios para que no hubiera posibilidad de que alguien entrara pero, aun así, despertaba con cualquier ruido. Compró un candado más grande para la reja de su casa, empezó a llevar en la cartera el huevo de piedra que usaba para zurcir los calcetines y cuando veía que bajaba el movimiento en el parque del frente, bajaba la cortina un rato y la subía luego.

Despojada de su dignidad, de la inocencia con que había mirado al mundo, de la ingenuidad protegida en la que había descansado su vida entera, siguió trabajando aunque ahora ya no justificaba a los delincuentes. Habían pasado de ser unos desadaptados, faltos de oportunidades y abandonados por el sistema, a ser unos malnacidos que la ven a una indefensa y le ultrajan la vida a punta de cuchillo y garabatos. Consiguió que una amiga le fuera a hacer compañía algunas tardes en la semana para tener algo de tranquilidad.

Pasaron las semanas y la vida de a poco, bien de a poco, comenzó a ser una rutina más tranquila. Pero algo dentro de ella había cambiado. Ya no veía solo teleseries, más la interesaban las noticias con su largo conteo de violencias. En la noche, cuando caminaba hasta el paradero, cada sombra que se movía detrás de ella, le parecía un delincuente; cada sonido desconocido, era un auto del que saldrían para matarla y no había alma que la pudiera ayudar. Era lo peor de su situación, que se sentía absolutamente indefensa.

Mientras almorzaba el rico charquicán(5) que había traído de su casa, vio que entrevistaban a un señor, dueño de una botillería en Macul que durante el quinto asalto que sufría, había matado a uno de los malandras. Este señor se aburrió que le quitaran la tranquilidad y el dinero y había comprado un arma con la que se defendía. La señora Juana se identificaba plenamente con él pero creía que llegar a matar a otro, era llevar las cosas al extremo. Aun así, ¿cómo se sentiría? ¿Podría dormir tranquilo después de eso? Él decía que sí, que por cada delincuente menos, se sentía mejor.

Perdida en sus reflexiones no se dio cuenta del paso del tiempo y tenía el puesto abierto a esa hora en que no es tarde pero tampoco temprano y vio, desde su atalaya del parque, cómo el mismo chico que la asaltó a ella, cuchillo en mano, atacaba a una mujer joven y la dejaba sangrante en el suelo. Por un segundo alucinante, se vio a sí misma, pistola en mano, defendiendo a la pobre mujer y espantando al asaltante, pero no se atrevió a salir sino que llamó a carabineros que, cosa extraña por esos tiempos, llegaron al rato. Preguntas y más preguntas, se llevaron a la mujer a constatar lesiones, que quién llamó y todo eso. Ella no quiso declarar o verse envuelta por miedo a que el cuchillero, como ella le decía, supiera y le hiciera algo.

Una semana después de eso, a tres cuadras del parque, cuando iba al paradero rumbo a su casa, no supo cómo, solo sintió el tirón en el cuello y el cuchillo en sus riñones.

-Te dije vieja reculiá que no me echarai los pacos – dijo el cuchillero – muere de vieja, no de sapa, mira que a las que andan sapeando yo me las callo rapidito.

La punta del cuchillo ya le había roto la ropa y sentía cómo hacía presión en su piel. La pobre señora Juana, no podía hablar del miedo que tenía y un zumbido insistente en los oídos transformaba la realidad en un horror más grande. Intentaba decirle que ella no había sido, pero las palabras se enredaban en su lengua traposa, miles de puntos blancos comenzaron a aparecer dentro de sus ojos; ay Señor, la presión.

-Aprende a estarte callá, vieja conchetumare. Me llevo esta weá también. – le quitó la cartera -Y ya te dije, pobre de voh que andí hablando – la soltó de un empujón.

De rodillas en el suelo, intentando controlar la respiración, no vio la patada que le llegó justo en el hombro y la hizo caer de costado. En su mejilla recibía el escupitajo asqueroso.

Dolor, miedo, impotencia infinita y rabia, una rabia ciega y negra se le fue poniendo en el alma. Caía la rabia concentrada en lágrimas partiendo sus mejillas. En un desamparo absoluto, se levantó con cuidado y comenzó a caminar sin rumbo. No tenía dinero para ir hasta su casa, no quería ir a carabineros, no quería volver a su trabajo en ese parque que ahora se le presentaba como el mayor antro de la delincuencia. Quería dormir abrazada por su Luis en un descanso sin sueños y despertar en su vida de siempre, tranquila y sin mayor incertidumbre que no la de no saber qué preparar de almuerzo.



Unas personas amables la vieron, quisieron ayudarla y ella se dejó hacer. La llevaron en un auto a un consultorio cercano, se quedaron con ella mientras curaban sus heridas y el policía, pese a su resistencia, le tomó declaración. Después de varias horas, la dejaron en su casa y al fin se pudo acostar. Aun quedaba salvación para la raza humana.

No se pudo levantar al día siguiente y una persona de la empresa se presentó durante la tarde. El carabinero del consultorio había levantado un reporte del asalto y les había informado a ellos de lo ocurrido. Estaba con reposo por 10 días y no se debía preocupar por los gastos médicos, que como el incidente había sido durante el trayecto del regreso a su casa, quedaba cubierto por la ley 16.744 de accidentes y enfermedades laborales.

El hombre hablaba y hablaba y ella solo quería que se fuera. Qué los altos niveles de inseguridad, que instalarían un botón de pánico en la caseta, que ya no se podía vivir tranquilo. Solo una cosa coherente dijo el infeliz: que estábamos igual que las películas del oeste y parecía que debíamos andar armados para estar tranquilos. Sintió cómo en su cabeza, medio desordenada con tanto analgésico, empezaba a tomar forma una idea. Se compraría una pistola.

Ya más repuesta del susto y con algunos días de descanso aun, fue a una tienda especializada para que le vendieran un arma. Le pidieron un montón de papeles, que llenara tres formularios y dos declaraciones juradas, que debía traer un informe psicofísico y luego de eso, le podrían entregar el arma. Mejor se fue. Lástima que no estaba en Estados Unidos, allí por la compra de una bicicleta regalan un revólver. En fin, comprar un arma en esa tienda, no era opción. Decidió que, como tenía tiempo, iría a ver al señor de la botillería en Macul.

Se demoró toda la tarde pero preguntando por ahí, llegó al local. Conversando con el señor, este le dijo que no se preocupara, que él conocía una tienda donde no era necesario hacer tanto papeleo. Una semana después, con los ahorros que tenía para Navidad, al fin tuvo su pistola.

En teoría, era fácil usarla, pero requería ejercicio y ella debía volver al trabajo, así que la metió en la cartera y salió.

Ya no andaba mirando continuamente sobre su hombro o evitando las zonas oscuras, simplemente, caminaba tranquila porque tenía una pistola, no podrían hacerle daño. Como si el arma fuera un talismán de protección, pasaban los días y a ella nada le pasaba.

Tomó su tejido mientras veía la teleserie de la tarde. La vida había vuelto a ser una ordenada secuencia de acciones cotidianas y no era necesario para ella, bajar la cortina de la caseta porque su pequeño mundo, ahora estaba reforzado.
Sintió un grito y los garabatos surcaron el aire nítidamente, era una voz que conocía muy bien. Levantó la mirada y vio, en línea recta a su ventana, al cuchillero en plena acción con una señora anciana, mayor incluso que ella misma.

Esta mujer pasaba tantas veces al consultorio que ya se habían hecho conocidas y de saludarse a diario, comenzaron a conversar a raíz de su licencia médica. Ahora le tocaba observar, con rabia ciega, cómo la agredía ese malnacido.

No lo pensó dos veces y mientras observaba el ataque, su mano iba directo a la cartera buscando el arma. No tembló al poner el brazo sobre la mesa, estirado decididamente para hacer blanco. Era una francotiradora en su búnker recarga tarjetas sin respirar y con lentes para ver de lejos. Por un segundo, mientras sacaba el seguro, dudó si lo lograría o si era lo correcto; pero fue solo un segundo, barrido por la impotencia de sentirse constantemente amenazada, por la certeza de que no habría nadie más que pudiera ayudar a esa pobre mujer sollozante y la rabia negra como un pozo que tenía en el corazón con la cara y la voz de ese cuchillero desgraciado que no la dejaba dormir por las noches.

Nunca había disparado antes y hasta hacía un año, era incapaz siquiera de pensar en hacerle daño a un ser vivo. Pero este no era un niño, era un engendro que sólo hacía daño a su alrededor, un cáncer de la sociedad que si no se extirpaba de raíz, contaminaría a todo el resto y era ella, una simple mujer, la que terminaría con todo.



Apretó el gatillo. Un segundo o una eternidad. El tiempo era imprevisible en esos casos. Viajó con la bala hasta entrar por la pantorrilla del agresor. Rompió la ropa, rasgó la piel y quemó el músculo para quedarse dentro, el pinchazo inhabilitante que logró que el malparido soltara a la mujer. El muchacho cayó al suelo sujetando la pierna gritando miles de garabatos y la señora miraba arrodillada tratando de distinguir quien la había salvado.

El chico se levantó, cojeando, giró en su dirección. A través del vidrio la señora Juana pudo sentir el odio recóndito de su mirada. Ella lo miró, a su vez, directo a los ojos, sin temblor, sin miedo. Al momento que él comenzaba a caminar hacia ella, la señora Juana volvió a apretar el gatillo sin mirar el blanco, mecánicamente, enganchada todavía en la ira profunda del chico.

La bala esta vez le dio en el pecho y el cuchillero cayó hacia atrás sin decir palabra. Quedó tieso, inerte, suelto el esfínter en la última contracción de su cuerpo, mojado de orines y maloliente. Los sonidos no llegaban a los oídos de la señora Juana, el mundo quedó paralizado cuando salió de la caseta y fue hasta el cuerpo del cuchillero, el resentimiento había dejado desnudo su corazón, el arma aun en su mano.

No se atrevía a tocarlo, pero era necesario para confirmar que la serpiente del demonio estaba muerta. Le sacó la capucha y se asustó. Los rasgos suavizados por la muerte le daban el aspecto de lo que realmente era, un niño, antes de que la droga, la violencia y el abandono echaran raíces en su existencia. La señora Juana lloró lágrimas silenciosas por ese niño que podría ser su nieto y no tuvo amor para andar por la vida.

Como si hubieran conectado los parlantes a la vida, el sonido llegó de pronto quebrando su silencio interno. Personas se habían acercado, la mujer le agradecía llorando el haberla salvado, carabineros llegaba espantando curiosos y haciendo preguntas.

Ella no dijo nada, puso el arma en las manos del policía y pidió permiso para ir a buscar su cartera. Sacó los pañitos de crochet que había puesto en la mesa, botó la flor y el agua del florero. Preguntó si podría después retirar el televisor. Seguramente iría a la cárcel.


Tendría tiempo de sobra, le dijeron, los juicios por defensa propia demoraban un año y si tenía buen abogado, seguramente las medidas cautelares serían bajas. Daba lo mismo. Quería sentarse a tejer y no pensar en nada. Después vería qué se podía hacer, por ahora, trataba de entender que había matado a una persona y ya no había vuelta atrás.



(1)Tarjeta magnética que usa como medio de pago del transporte público en Santiago de Chile.
(2)Telenovela
(3)Centro de Salud Familiar. Establecimiento de Salud Primaria
(4)Hacer la cimarra, faltar a clases
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