El último viaje de Marilyn

El camino era una larga y sinuosa serpiente descansando al sol. Árboles ancianos en los costados, daban un poco de frescor cuando el viento movía sus hojas. Desde lo alto, se podía apreciar la belleza del campo y al fondo de todo, al final del sendero, la casa. Hermosa construcción española con sus muros de tejas y ventanas con postigos de madera, salpicados de colores por las macetas que mi madre gustaba de poner para alegrar la vista y el alma. Era la delicia de la primavera a media tarde.


Ocurre a veces que la vida nos detiene sin darnos cuenta. Ocurre que cuando vamos con cierta velocidad y creemos sentirnos ligeros como aves en el cielo de nuestra cotidianidad, tropezamos abruptamente y caemos. Y así estaba yo, tirado en el suelo cuando segundo atrás venía pedaleando feliz cuesta abajo por el camino del cerro que tantas veces, desde mi infancia, me había aventurado a andar.

Haciendo un repaso de mi situación, producto de la debacle mecánica recién vivida, me di el trabajo de hacer el inventario de mis males. En primer lugar, raspaduras varias; manos que sirvieron para aterrizar, rodillas moradas y un incipiente chichón frontal coronando mi cabeza. Más tarde sería el encargado de anunciar, cual aviso publicitario, que había sido víctima de la ley de gravedad en terreno pedregoso.

Pero si yo estaba a mal traer, la que definitivamente estaba peor, era mi querida bicicleta. Me la habían regalado hacía, al menos, 15 años atrás durante las navidades de mi adolescencia cuando era un infeliz amurrado y siempre hambriento. Era una maravilla de color amarillo, aerodinámica, liviana, con ruedas delgadas de competencia,  con tres cambios y freno sensible. El manubrio, toda una novedad en ese tiempo, era tan curvo como los cuernos de un chivo pero en esa posición se agarraba tal velocidad en pendiente que era la envidia de todos en el pueblo. Había llegado a completar mis días con sus viajes interminables, con la sensación de libertad y el control. Hasta cuando me pedían que fuera a comprar el pan lo hacía en bicicleta. Era Eliseo Salazar en dos ruedas.


De cariño y en secreto le puse nombre, se llamaba Marilyn y era, además de mi compañera de aventuras, mi confidente y quien me acompañaba en todas las misiones secretas que podía presentarse en mi vida. Mis primeras incursiones para ver a escondidas a alguna chiquilla por ahí, lo hice en bicicleta. Y más de una vez me tocó subirme al vuelo para ponerme al pedalear furioso mientras el padre gritaba improperios y castigos a la damisela. Eran los tiempos inocentes y tiernos en que sólo verse un momento a escondidas le dejaba a uno la sonrisa todo el día.

A mis 30 años y bastante más peso que entonces, ya no tenía el mismo control de su estructura ni ella las mismas condiciones de antaño. Pero en mi interior, seguía manteniendo el gusto por la velocidad y sabía que no había nada más veloz que Marilyn cuesta abajo. El problema eran los frenos.

Cada vez que presionaba las manillas para detenerme, sólo frenaba la rueda de adelante haciendo que se levantara la trasera y si el frenazo era muy brusco y yo no estaba pendiente, terminaba en el suelo.

Una piedra durmiendo en el lado equivocado del camino logró que cambiara el rumbo y terminé frenando con fuerza para no chocar contra un inmenso aromo que apareció de pronto. Marilyn se estrelló igual y yo volé sobre ella unos metros en medio de una lluvia de amarillas pelotitas que se quedaron en mi pelo y ropas, cayendo justo en el sector lleno de guijarros.


Esto sucedió mientras el sol estaba en lo alto y aun calentaba el cuerpo. Pero ahora estaba jugando a esconderse tras unas nubes y el viento frío de Septiembre ya se dejaba sentir. Mi camisa de mangas cortas no alcanzaba a cubrirme la piel erizada de los brazos. Las nubes comenzaron a enrojecer maravillosamente, con una sutileza que me recordé de las mejillas de mi dulce Clara. Cuando nos conocimos y en plena época de galanteo, lograba que me sonriera mientras bajaba los ojos coqueta y sus mejillas se tornaban del mismo color que el cielo. Todavía, a veces, luego de tantos años de matrimonio, lograba poner esa sonrisa colorida en su rostro y me derretía el corazón. La nostalgia me hizo sonreír. Pero el movimiento repentino hizo también que me doliera una magulladura que no había contabilizado antes, logrando que volviera a mis penurias actuales.

La verdad, el trasero se me estaba helando en el suelo frío, el camino aparecía largo y debía tomar una decisión pronto: quedarme  ahí hasta que alguien viniera a recogerme cuando se dieran cuenta de la hora y no llegaba, o recoger mi mancillada humanidad y los restos de Marilyn para hacer el viaje de regreso a pie.

Miré una vez más mi pobre bicicleta y se me encogió el corazón.  Supe que no había arreglo posible. Sentí el peso de todos mis años venirse encima. Envejecí de golpe.


Así que me levanté como pude, caminé hasta ella y con todo el cuidado del mundo, como si fuera un hijo pequeño, la levanté despacio. La limpié un poco para que no se avergonzara y partí con ella el largo camino hasta la casa. Mientras, le iba cantando canciones y repasando anécdotas que vivimos juntos en tantos años de andares y saltos. De esa forma hice la segunda parte de mi viaje. Con un poco de cansancio, algunos cardenales y otro poco de tristeza. Dispuesto a hacerle los honores a mi querida compañera Marilyn y enterrarla. Y con ella, jubilarme de una parte de mi infancia.




Brunhilda

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